De niño, fui educado dentro de los dogmas y las prácticas del catolicismo. Con la rebelde pulsión de la adolescencia, me desencanté de la Iglesia y revisé algunas doctrinas protestantes, pero no me convencí con ninguna. Tras un breve paso por la espiritualidad oriental, conocí cierto éxito material y con él llegó también una dosis de engreimiento, y me declaré ateo: iluminado por la luz de la razón, del materialismo y de las ciencias, para mis adentros declaré la no existencia de Dios; y, al no existir él y no haber ningún Cielo ni ningún Infierno, caí en un periodo de amoralidad que, por fortuna, no duró mucho. Entonces, de un resbalón caí del ladrillo en que me había subido y entendí que, como en tantos otros tantos aspectos de mi vida, me había dejado llevar por la soberbia y fue así que me hice agnóstico; en otras palabras, no sé si existe Dios o si no existe.
El diccionario de los académicos de Madrid explica que el agnosticismo —del griego gnosis, ‘conocimiento’, y de ahí agnostos, ‘ignoto, desconocido’— “es la actitud filosófica que declara inaccesible al conocimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende a la experiencia”. Dando un rápido vistazo a su historia, vemos que fue el biólogo inglés Thomas Henry Huxley (1825-1895) —férreo defensor de la teoría de la evolución de Darwin y abuelo de Aldous Huxley, el autor de Un mundo feliz— quien acuñó la palabra agnostic para referirse a que “un hombre no debe afirmar que sabe o que cree si no tiene bases científicas para asegurar aquello que dice saber o creer”.
Para mí ser agnóstico es, además de una postura filosófica, un acto de humildad a través del cual reconozco que tanto la respuesta al enigma de la existencia de Dios como la compresión del origen y el fin del universo rebasan por mucho y por todos lados los límites de la compresión humana, pues todos los razonamientos, las mediciones y los cálculos en lo que se basan la filosofía y la ciencia están delimitados por nuestra naturaleza biológica, que no es sino un producto de millones de años de adaptación a las condiciones impuestas por nuestra estrella y nuestro planeta: nuestros ojos sólo pueden percibir una porción del espectro electromagnético, nuestros oídos sólo captan un rango limitado de frecuencias, y nuestra percepción temporal está supeditada a los días solares y a nuestra esperanza de vida, además de que ahora sabemos que toda la materia y la energía que podemos observar y medir con los instrumentos que hemos inventado no conforma ni siquiera el 5% de todo el universo. Considerando todo eso, no es tan descabellado desconfiar hasta de lo que vemos con nuestros ojos.
Pero lo más interesante de esta postura —a la que no estoy tratando de afiliarte, claro está— es que, a diferencia del creyente, que acepta sin reservas y desde el fondo de su corazón la existencia de Dios o de la divinidad; y del ateo, que niega con el mismo fervor y convencimiento su inexistencia, el agnóstico está en un continuo proceso de indagación, constantemente poniendo en tela de juicio sus propias creencias y conclusiones a partir de la información que obtiene en sus pesquisas y de las evidencias disponibles.
En otras palabras, decir “no sé” es una manera sencilla y alegórica de definir al agnosticismo —de hecho, a veces se le simboliza con un signo de interrogación—, pero la actitud del agnóstico dista mucho de conformarse con la admisión de su propia ignorancia: en cambio, halla en sus dudas el impulso para examinar, cuestionar y llegar tan lejos como su razón y el conocimiento existente se lo permita, pero siempre admite la posibilidad de que existan fenómenos o realidades para los que no existe explicación en un momento determinado. Y ahí es donde, como Sócrates, no cree saber lo que no sabe y tampoco presume de poder explicarlo todo.
Así como los microbios, los protones, los agujeros negros y la materia oscura eran ideas totalmente incomprensibles e inalcanzables para la comprensión humana de hace quinientos años, quizá dentro de otro medio milenio asuntos como los fantasmas, los sueños proféticos, los viajes en el tiempo, los universos paralelos y las apariciones de ángeles tengan otra explicación que no sea la superstición, la fantasía o la alucinación. Pero, por ahora, me conformo con ponerme socrático y decir, simplemente, “no sé”.