
Cinco noches de insomnio eran demasiadas. Cómo le gustaría que dormir fuera algo tan automático e inevitable como un estornudo o un bostezo. Paloma se levantó de la cama, harta de no poder descansar, y se sentó ante su escritorio para seguir corrigiendo tareas. Les había pedido a sus alumnos que escribieran un ensayo acerca de su parque favorito. Algunos demostraron auténtica inspiración y amor por el lugar elegido, otros se limitaron a escribir unas pocas líneas con el estilo de un redactor de Wikipedia, y otros más ni siquiera se tomaron la molestia de enviar sus trabajos.
Resultaba irónico que, desde hacía varias semanas, la maestra de redacción se sintiera incapaz de escribir una sola página. Las obligaciones en la escuela —las clases, las juntas, los alumnos problemáticos— se apoderaban de sus horas de mayor energía y claridad; de modo que, por las tardes, cuando regresaba a su departamento, Paloma sólo tenía ganas de tomar una larga siesta. Sin embargo, su jornada laboral no terminaba después de la hora de la comida: debía preparar las clases de ocho grupos, calificar tareas, confeccionar exámenes… ¿Con qué cabeza podría escribir después de todo eso? El trabajo que tanto amaba se había convertido en un vampiro que le chupaba la creatividad.
Recordaba que, cuando cursaba la preparatoria, escribía una historia tras otra. No lo pensaba demasiado ni analizaba neuróticamente cada frase. Sólo se divertía escribiendo. Ahora no tenía tiempo de divertirse. La vida se había convertido en una interminable sucesión de responsabilidades que no dejaban de atormentarla ni siquiera cuando intentaba dormir.
Le dolía la cabeza mientras daba clases, regañaba exageradamente a sus alumnos, cometía errores al calificar y se mostraba irritable con sus colegas. Odiaba la idea de tomar pastillas para dormir, pero ni la leche caliente ni el té de valeriana habían funcionado. Regresó de la farmacia con una caja que mostraba a un hombre durmiendo con la misma placidez que un cachorro; la dejó sobre su mesita de noche y salió al balcón para fumar un cigarro. Más allá del horizonte de edificios, la mujer dormía cubierta por una ligerísima sábana blanca. Paloma sintió envidia del volcán, que podía descansar cuanto quisiera.
Miró las modernas torres que sobresalían en el mar de edificios opacos, las terrazas parecidas a invernaderos, el parque como una alegría en medio de tantas calles iguales… Prestó especial atención a una casa que desentonaba con la arquitectura de la ciudad. Las paredes eran de madera clara, el techo de dos aguas estaba cubierto de tejas color ladrillo; cada ventana tenía un balconcito adornado con guirnaldas, aunque ninguna era igual a otra; ningún cristal hacía juego con otro; la chimenea exhalaba humo en plena primavera… A Paloma siempre le había gustado aquel chalet; creía que sólo una persona libre y alegre podía vivir allí; alguien capaz de desafiar lo establecido con tal de cumplir un sueño.
Se tomó la pastilla antes de acostarse. Al poco rato, sintió como si cayera en una profunda negrura. Unas luces doradas, como luciérnagas, alumbraron la oscuridad, girando una y otra vez, formando un túnel larguísimo. Tuvo la sensación de que se encontraba fuera de su cuerpo, viajando a quién sabe dónde a través del túnel luminoso, iridiscente, aterrador. Al final de éste, se encontró en un lugar que sólo pudo describir como el interior de un caleidoscopio. Luego planeó sobre la ciudad como una verdadera paloma; desde las alturas observó el chalet suizo y, con solo desearlo, se encontró en su interior.
La estancia principal era de madera brillante, incluido el techo. Los muebles de la sala y el comedor parecían demasiado pequeños para que un adulto se sentara en ellos. Por todas partes podían verse objetos extraños: muñecos de peluche con dos cabezas, escobas vestidas de fiesta, sillones con forma de retretes, árboles en cuyas ramas crecía pan dulce, cuadros hechos con chicles masticados, libros que colgaban del techo como gaviotas… Paloma se disponía a arrancar un pastelillo de fresa de uno de los árboles, cuando escuchó un par de voces infantiles.
Una niña y un niño, vestidos con típicos trajes suizos, se encontraban sentados en unas sillas de colores chillones. Paloma pensó que eran idénticos a los muñecos del reloj cucú de su abuela: tenían las mejillas sonrosadas, los ojos redondos y azules, el cabello rubio como el trigo. Frente a los niños había un ficus con tronco de caramelo retorcido y delicadas hojas de chocolate.
—¡Frijoles de dulce! —ordenó la niña— y el árbol se llenó de frutos coloridos y gomosos.
—¡Cheetos! —dijo el niño— y, de inmediato, estos crecieron en el árbol.
—¡Mazapanes! —interfirió Paloma, divertida por primera vez en mucho tiempo—. ¡Mazapanes! ¡Mazapanes! —repitió desesperada, pero nada ocurrió.
—Tienes que decirlo sin dudar —aconsejó el niño, poco sorprendido de que una extraña estuviera en su cocina.
—Ajá, como de juego, pero en serio. ¿Entiendes? —agregó la niña con los ojos muy abiertos.
Paloma se concentró, saboreó con la imaginación y gritó nuevamente “¡Mazapanes!”, pero el árbol permaneció igual.
—Lo que pasa es que tú ya no sabes jugar. No se vale fingir… —El niño se metió un cheeto a la boca y se chupó los dedos anaranjados.
—Eres demasiado seria, ¡aburrida como una piedra! —exclamó la niña, ahogándose en una carcajada estruendosa.
Paloma despertó sobresaltada, con ganas de llorar. Se sentía ofendida por lo que aquel personaje, jugarreta de su inconsciente, le había dicho. Tomó la caja del somnífero y se enteró de que éste podía producir sueños vívidos e inusuales. ¡A buena hora leía la advertencia! Al menos había dormido sin interrupciones durante más de ocho horas. Salió al balcón, el viento anunciaba un día despejado. Miró el chalet y se preguntó si dos niños parecidos a muñecos de reloj cucú vivirían allí.
Durante sus clases, batalló para concentrarse. Se sentía aletargada, ajena, como si una parte suya aún se encontrara atrapada en la dimensión del sueño: los efectos secundarios del somnífero eran casi tan molestos como el insomnio. Se consoló pensando en el fin de semana largo que se avecinaba debido al día del maestro.
Sus alumnos escribían una reseña de su libro de ficción favorito, encorvados sobre sus pupitres, mientras Paloma pensaba si en verdad sería aburrida como una piedra. Abrió la ventana para liberar el olor de veinticinco adolescentes sudorosos. “¿Cuál era mi libro de ficción favorito cuando tenía la edad de mis alumnos?”, se preguntó. “La historia interminable”, recordó enseguida, aunque no sabía qué había pasado con su ejemplar. Tal vez si volviera a leerlo, recordaría cómo escribir “de juego, pero en serio”; quizá con la promesa de ese libro en su mesita de noche, podría dormir sin necesidad de tomar pastillas.
Planeaba ir a la librería al salir de la escuela para reponer el libro perdido, cuando una aterciopelada luz verde entró por la ventana. Era un colibrí que parecía hacer reverencias en el aire.
—¡Miren! —dijo una chica larguirucha y pecosa, mientras señalaba al ave.
Todos dejaron lo que estaban haciendo. El colibrí parecía saludar aquí y allá; mostraba sus mejores trucos, así como los colores secretos de su plumaje. La alegría y la ligereza se adivinaban en los rostros de los presentes —incluida Paloma— y permaneció en ellos hasta que el pajarillo salió por la ventana.
La maestra y los alumnos platicaron animadamente sobre lo que acababa de ocurrir. El aula se llenó de sonrisas, de buenos presagios. Sonó la campana y nadie había terminado de escribir su reseña.
—No se preocupen por los trabajos, me los pueden entregar el lunes. ¡Que disfruten el puente! —Paloma se sorprendió al constatar que su letargo había desaparecido.
Los alumnos comenzaron a guardar los útiles escolares en sus mochilas.
—Miss, le traje un regalo del día del maestro —dijo la misma chica que había descubierto al colibrí, mientras depositaba el paquete en el escritorio de Paloma.
En la caja envuelta en papel rojo con blanco, que hacía pensar en la bandera suiza, Paloma encontró un libro: La historia interminable.
