En ese entonces Amparo Dávila no era sino dos palabras escritas debajo del título de sus libros, dos minúsculos volúmenes conseguidos en quién sabe qué lugar por un asunto de casualidad. Sin embargo, su nombre era para mí un símbolo de tardes de regocijo, de lecturas en peseros o parques, en una ciudad donde habitaba el misterio debido a sus letras.
Una de las portadas de estos libros, la de Árboles petrificados (1977) —reeditado por Planeta veinticinco años después de que dicho cuentario la hiciera merecedora del premio Xavier Villaurrutia—, refleja la soledad que acecha en sus relatos con una vereda de árboles secos, quizás en invierno, y una calzada donde la desazón, el terror y la sorpresa podrían hacerse presentes en cualquier instante. La otra portada, la del pez morado que carga sobre sí un reloj que marca las 8:25, concentra todo el tiempo que había invertido en recorrer esos relatos impresos en páginas ya amarillentas y a punto de romperse.
No recuerdo si fue por Alejandro Toledo y alguna de sus antologías que la conocí o si tal vez se debió a que entonces pasaba gran parte de mi vida en las librerías de viejo de Donceles; lo único que sé es que el encuentro con la literatura de Dávila fue como una visita a un México que sonaba extraño, pero familiar a la vez: el de un machismo que se reproduce en la costumbre y donde lo raro puede estar dentro de nuestro propio hogar.
Mucho tiempo después, gracias a Nancy Rubio, estudiosa de la obra de la zacatecana, hallé en dos de sus relatos un vínculo con otro de mis autores favoritos: Julio Cortázar. Además, supe que Amparo Dávila había viajado a París para reunirse con su esposo, Pedro Coronel, y que en esa ocasión había conocido al escritor argentino y a su entonces esposa Aurora Bernárdez. Los cuentos, por coincidencia, son cuatro a los que vuelvo constantemente: “El huésped” y “El entierro”, de la mexicana, y “Casa tomada” y “La noche boca arriba”, del llamado cronopio mayor. Cada uno de ellos tiene un ritmo especial, una cadencia de erres arrastradas en el caso del sudamericano, y una contención incómoda en los de la escritora.
“El huésped” es un relato de terror psicológico. Una pareja de esposos que vive incomunicada, lejos de la ciudad, intenta rescatar su matrimonio. Para su marido, ella es un mueble “que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión”. Una tarde su esposo vuelve a casa y trae consigo a un huésped de quien sólo sabemos que tiene grandes ojos amarillos, casi redondos, y que no parpadea, por lo cual da la impresión de penetrar las cosas y a las personas. A partir de ese instante se trastoca la vida de la familia: los hijos y la madre le temen al extraño, la mujer que les ayuda con los quehaceres procura no estar en su presencia, y las noches son largos derroteros donde sólo la compañía puede evitar que el miedo contagie los cuerpos.
Al esposo no le importa nada de esto, pues siempre está de viaje, trabajando o atendiendo otros asuntos, amorosos quizá: “Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado”. No obstante, a las personas que viven en aquel lugar les empieza a crecer una inquietud que sólo se calma de mañana, cuando el huésped duerme en su habitación, alejada y sombría. Pero cuando la tarde comienza a despedirse del día y las sombras se apoderan de los rincones, las mujeres temen que ese extraño se acerque a ellas. Ese “otro” puede ser un animal o una bestia, aunque ante todo es un desconocido. Por eso le llevan la bandeja con alimentos y procuran no tener más contacto con él. Ante esta situación sólo hay una solución posible, y las mujeres la toman.
El suspenso del relato aumenta al paso de cada enunciado. Muestra un sitio alejado donde todo puede ocurrir, pero lo que realmente desencadena el horror son las costumbres y la falta de comunicación. El marido es un hombre que sólo piensa en su beneficio, que le impone una carga a su esposa y que se desentiende de su hogar. Las mujeres, por su parte, son quienes deben sacar adelante cualquier contratiempo, pues lograr que la vida diaria funcione de forma correcta depende sólo de ellas. Es la casa mexicana que se mantiene gracias al matriarcado.
“El entierro”, por otro lado, es un cuento que se desarrolla con la calma de quien afronta el destino. Un hombre, en el declive de su vida, cae enfermo. Por ello, lo hospitalizan y debe soportar la recuperación con la impaciencia de quien nunca ha sabido estarse quieto: extraña su trabajo, la calle, los amigos, las amantes. De pronto aquel enorme mundo que era su cotidianidad debe constreñirse a su casa, un lugar donde se siente incómodo y en el que parece que conforme recupera la salud, también pierde la atención de su familia. Puede decirse que cada vez que el personaje deja de tomar un medicamento, comienza a morir. Pero, ¿qué significa esto para un hombre que al parecer lo ha conseguido todo? Representa meditar sobre lo que hizo, las relaciones que tuvo, los éxitos que consiguió, y en la sumatoria de todos estos recuerdos no hay sino una tumba al final, pues comienza a darse cuenta que es mortal; por tal razón redacta un testamento y elige el panteón donde quiere ser enterrado. Pero en esa soledad que es su casa no están los hijos, ni la esposa, ni los amigos, ni las amantes; sólo existe un hombre que ha empezado a morir y no es consciente de ello. El cuento es una reflexión sobre qué tanto se ha aprovechado el tiempo y cuánto se ha amado; es la anécdota de un hombre que procuró huir y en su carrera alcanzó el único sitio al que siempre perteneció, pero que nunca conoció.
Los relatos de Amparo Dávila, sin quererlo, retratan un contexto social que aún permanece; son la voz inconforme de una mujer que critica el mundo en la década del cincuenta del siglo pasado, y también constituyen el análisis de una sociedad que está cambiando y abandona el campo para vivir en la ciudad, pero conserva sus tradiciones. Son narraciones sobre hombres cuyo único deseo es acudir a un bosque y convertirse en árbol para que nadie los reconozca y puedan, por fin, descansar; son historias de parejas que no se dan cuenta de los seres que habitan sus casas, sino hasta que un extraño se los hace notar; y son cuentos que van de las plantas medicinales que se venden en el centro de la Ciudad de México a niños que buscan a su madre para que los proteja de eso que no conocen. Son, pues, una especie de adrenalina recetada en palabras que nos produce ganas de seguir consumiendo más y más.
He dicho que, por un tiempo, Amparo Dávila sólo era un nombre para mí. Sin embargo, pude conocerla durante un homenaje que le rindieron en Bellas Artes. A los ojos gatunos y seductores que aparecen en la foto que incluyen sus Cuentos reunidos(2009), editados por el Fondo de Cultura Económica, se ha añadido un toque de bondad y comprensión. Es bajita de estatura y le gusta oír que las personas han leído sus cuentos, que los adolescentes recorren librerías para encontrar sus primeros ejemplares… Tiene una voz dulce y, aunque hoy casi tiene noventa años, porta esa chispa que puede verse en las almas jóvenes. Quizás el mejor homenaje a esta autora sea visualizarla como esa aldaba que debemos tocar para entrar a un mundo extraño y seductor, como esa aldaba que nos permite hallar la bella oscuridad que se oculta detrás de la puerta.