Ángel

Ángel
Nancy Gutiérrez Olivares

Nancy Gutiérrez Olivares

Andanzas

Ese fue el momento en el que supe que todo —y al mismo tiempo nada— ha valido la pena. Frente a mí estaba Ángel, en el atrio del templo, jugando a llenar un botecito con piedritas y tierra. Yo estaba ahí, contemplándolo. Advertí su evidente desnutrición y su terrible resfriado —que pasa a segundo término en esas condiciones. Su abuelo, un hombre discapacitado y de por lo menos noventa años de edad, es el encargado de salvaguardar la entrada del templo de la comunidad, la Misión Jesuita de Cusárare, una de las tantas misiones en la zona tarahumara.

Ángel forma parte de los poco más de 20 millones de niños en situación de pobreza en México. Quizás él sea de los menos afortunados; por más lamentable que nos resulte, es una práctica común cuantificar y calificar los niveles de pobreza —¡pareciera que hasta en la pobreza hay niveles!—, y la familia de Ángel vive en condiciones de lo más precarias.

Tengo varios años trabajando con la pobreza muy de cerca. La he estudiado y medido, he debatido sobre ella, me he enfrascado en complejos análisis y discusiones sobre cómo remediarla, he acudido a seminarios, a congresos, a mesas redondas. Todas esas actividades son valiosas desde un punto de vista académico y profesional, pero no estoy segura de su valor para un niño como Ángel.

Jugamos un buen rato, lo suficiente para observarlo y sentir esa empatía que te coloca en un estado vulnerable. Al mirarlo, era imposible evitar esos pensamientos, un tanto culposos, que te hacen cuestionarte aspectos fundamentales de la vida y del estar en el mundo. Así que pensé, desde mi posición privilegiada —yo llegué a Cusárare como turista—, desde la fortuna de no padecer ningún tipo de pobreza, ni ser vulnerable a ella, desde mi realidad y mi cómoda posición para criticar al alguien más que es responsable por la situación de Ángel y su familia, desde ese incómodo lugar donde se juntan y se revelan nuestros dilemas éticos y nuestros prejuicios ideológicos, desde ahí me interpelé a mi misma y me pregunté: “¿y yo qué estoy haciendo para que esto no suceda?”.

Cuando el botecito finalmente se llenó de piedras, volvimos a vaciarlo y me di cuenta de que se trataba de un juego interminable. Eso me alegró. De pronto sentí la necesidad de quedarme ahí, de seguir contemplándolo, de continuar mirando enternecida cómo un botecito y unas piedritas en el piso se volvían el juguete más entretenido. Quería decirle a Ángel que yo me encargaría de que él no se convirtiera en un número más, que de ese momento en adelante iba a dedicarme a que su condición no pasara a formar parte de las estadísticas —por lo menos no de las que ponen a nuestro país en el puntero de las listas negras alrededor del mundo. Quería decirle todo eso, pero no pude. Desde hace diez años me he esforzado en combatir la pobreza en México a través de mi desempeño profesional y académico, he intentado contribuir y sumarme a la lucha por un país menos desigual. Pero la situación no ha cambiado radicalmente y, a veces, uno no puede evitar pensar que nada ha valido la pena.

Y aunque quizá nada haya valido la pena hasta hoy, y aunque tal vez nada haya cambiado, estoy casi segura de que yo seguiré trabajando en lo mismo por un buen rato. Es terrible siquiera mencionarlo, pero los diez años que han pasado y los próximos diez no van a ser suficientes para que algo se transforme en esencia. Muy probablemente no seré testigo del fin de la pobreza en el mundo —tal vez ni siquiera en mi país—, pero seguramente habré hecho mi parte para que algo, por mínimo que resulte, sea diferente para las futuras generaciones que continuarán buscando un mundo donde Ángel no tenga hambre, ni se resfríe terriblemente. No nos queda más que esperar que hoy nuestros esfuerzos aren la tierra en la que crezcan los árboles del mañana.

He tenido grandes maestros dentro y fuera de las aulas, pero ninguno como Ángel. Ese pequeñito de dos años me enseñó lo que nadie más habría podido enseñarme tan bien. Uno no puede permanecer cómodo frente a la incomodidad del otro. Es importante para una realidad como la nuestra erradicar la pobreza, pero es aún más fundamental erradicar la indiferencia ante ella. Quienes nos sabemos privilegiados por tener un poco más de lo que en realidad necesitamos, deberíamos ser lo suficientemente responsables como para despertar las conciencias de otras personas que también tienen un poco más. No se trata de recriminarles que tienen más, sino de abrirles los ojos al compromiso ético de que tener más recursos significa poder contribuir a proyectos que busquen el bien común. Todo sirve: más conocimiento, más educación, más fuerza, más habilidades, más oportunidades, más recursos, más dinero. Cualquier excedente de los anteriores puede ser la base que impulse a otro para construir una vida mejor.

Una vez que el guía terminó su recorrido, salimos del templo. Como una especie de metáfora de la vida, Ángel ya no estaba. Había volado con las alas que su nombre le dio. Su abuelo seguía ahí, esperando a que nos fuéramos para cerrar la puerta del templo. Mi mirada buscó a Ángel alrededor del atrio. El guía nos apresuraba para abordar la camioneta y llegar al siguiente punto del recorrido. Me subí estirando el cuello, buscándolo. Hice un último intento al bajar la ventanilla. Entonces apareció. Corría muerto de risa mientras lo perseguía una gallina. Quise sentirlo como un apapacho para el corazón. Pensé que quizá la misión de Ángel, y de otros 20 millones de niños, es interpelar nuestra realidad y ser esos pequeños grandes maestros que de tajo te enseñan una de las más grandes, enriquecedoras y tiernas lecciones de vida.

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