A cada tanto, sobre todo cuando las olas del destino me dan una revolcada —de esas de las que uno se levanta adolorido y con los pelos revueltos— tengo por costumbre hacer una pausa en mi andar y reflexionar sobre el propósito de lo que hago todos los días y, también, sobre eso que llaman “el sentido de la vida”. Hace poco, durante una de esas paradas, alguien que aprecio mucho me aconsejó “conectar con mi niño interno” para hallar mi verdadera esencia y, desde esa aceptación, virar el timón para hacer ajustes en mi existencia.
La idea, supuse, era hacer a un lado las estructuras impuestas por mis padres, la escuela, la iglesia, la sociedad, los amigos, los maestros y todas las personas que han tenido alguna autoridad sobre mí; ya libre de esos pesados lastres con forma de dogmas, miedos irracionales, recuerdos traumáticos y alabanzas o promesas que generaron enormes expectativas, volver a verme en ese ser humano pequeño y puro para entender mis motivaciones más profundas.
Así, me di a la tarea de recordar cómo era yo, qué hacía en una tarde cualquiera, cuáles eran mis pensamientos, anhelos y temores, y en qué actividades podía deleitarme durante horas sin pensar en la obligación o en el transcurso del tiempo. Sólo de esa forma, pensé, podría descifrar mi dharma, mi ikigai, mi flow, mi misión de vida o como tú quieras llamarle a ese faro de luz al que nos dirigimos durante las noches de tiniebla existencial.
Como acostumbro ir al pasado con mucha frecuencia, la tarea fue fácil y di con la respuesta en minutos: lo que más disfrutaba hacer de niño era leer, dibujar, escribir, ver la TV, escuchar un LP en la consola de mis abuelos y, sobre todo, pasar horas imaginando que yo era alguien importante —un rey, un general romano, un héroe medieval o un renombrado científico; desde entonces prefería la no-ficción— o, bien, fantaseando sobre la exitosa vida que, estaba seguro, me esperaba en el futuro. Y fue en ese momento que caí en cuenta de que, medio siglo después, de una forma u otra sigo haciendo exactamente lo mismo.
Porque, sí: sigo leyendo decenas de páginas al día, quizá ya no en libros impresos pero sí en internet; soy diseñador y colaborador en medios, así que de algún modo continúo dibujando y escribiendo; todavía consumo muchísimas películas y series, en formato físico o por streaming; aún soy melómano y, además de mis viejos viniles, todo el tiempo escucho Spotify o la radio; y claro: persiste en mí la costumbre de pasar horas con la mirada en el vacío, imaginando que soy alguien importante —ya no un Edison o un Lanzarote, pero sí el CEO de una empresa, un rockstar o un escritor aclamado que vive de sus regalías— o fantaseando con la vida idílica que, según yo, el porvenir aún me tiene reservada. Mi hallazgo me decepcionó. La verdad, yo esperaba hallar por los rincones de mi alma algún deseo reprimido, un hábito olvidado o un talento que hice a un lado por falta de confianza o por la bendita productividad. Pero no: como dicen los Pink Floyd en su canción más famosa: “¿Qué hemos encontrado? Los mismos y viejos miedos”.[1] En esas circunstancias, ¿cómo puedo reconectar con mi niño interno y hallar mi propósito de vida, si el escuincle sigue asomándose todos los días en el espejo que todas las mañanas refleja su cara, ahora con barba?
Fue entonces que recordé la frase de mi abuelo que titula este artículo y que, palabras más o menos, quiere decir que si bien no se puede evitar añorar el pasado, hay que dar la cara al presente para aceptar lo que es y lo que hay. Y, en mi caso, esto tiene dos caras: una, que antes era el tiempo de imaginar y ahora, de trabajar para obtenerlo; dos, que mi “futura vida exitosa” no es sino el presente que vivo todos los días, aunque no sea exactamente como la imaginé, ya que tengo la fortuna de trabajar en eso que amo hacer desde niño.
Nadie nunca puede decir que “ya llegó” y, sin duda, las cosas siempre pueden mejorar. Pero creo que ahora mi trabajo consiste en tocar el hombro del pequeño Rafael y convencerlo de que eso que muchas veces pidió con los ojos cerrados antes de apagar las velas de su pastel se ha cumplido, aunque a veces no lo parezca, y que más que seguir gastando energías en sueños que de todos modos llegan —aunque con otras formas— lo que sigue es que el adulto interno le sirva su buena rebanada de presente… y empecemos a disfrutarlo.
[1] “What have we found? The same old fears…”, fragmento de “Wish You Were Here” del álbum homónimo de 1975.