
En 1919, mientras trabajaba en el hospital psiquiátrico de la Universidad de Heidelberg, Hans Prinzhorn, psiquiatra alemán e historiador del arte, comenzó la redacción de un libro sobre los dibujos y otros objetos realizados por alienados —un término genérico empleado en esa época para denominar a los enfermos mentales. Dos años después de comenzar a escribir, su colección había crecido a cerca de 5 mil obras provenientes de diversas instituciones mentales ubicadas en varios países, como Suiza, Austria, Holanda, Italia e incluso Japón. Entre esos trabajos se encontraban piezas realizadas en papel higiénico o en papel tapiz, esculturas moldeadas con miga de pan y saliva, pinturas en papel periódico, y varios ejemplos de poesía automática. Dichas creaciones, desde el año 2001, se exhiben al público en uno de los edificios de la u niversidad.

Para 1922, el libro Expresiones de la locura —Bildnerei der Geisteskranken— estaba ya publicado. En la primera parte, Prinzhorn se dedicó a analizar lo que él llamaba la necesidad, o pulsión, de expresión que en última instancia funciona como el motor de la producción artística en cinco impulsos creativo s elementales: el instinto de juego o de actividad; la propensión ornamental o de enriquecimiento del entorno, consistente, en cierto sentido, en una tendencia a decorar ; la necesidad de orden, es decir, de establecer secuencias; la imitación o reproducción; y, por último, la necesidad simbólica.
Según Prinzhorn, la creación artística servía a los enfermos para expresar la fo rma en que experimentaban su padecimiento y para restablecer un orden simbólico a nivel imaginario; es decir, a nivel de imágenes. De este modo, el psiquiatra alemán estableció por primera vez una base terapéutica para el arte basándose en la utilización de símbolos desde cuatro perspectivas: 1) como herramientas de regresión hacia los mundos imaginarios de la infancia, 2) como un modo de ampliar las posibilidades de un análisis crítico a través de una nueva forma de comunicarse con el paciente, 3) como una forma alterna de expresión fuera de cá nones específicos, y 4) como una creación sin otro fin que la expresión misma. Aunado a esto, Prinzhorn se centraba en buscar qué impulsos psíquicos llevaban al paciente-creador a utilizar ciertas composiciones y formas determinadas.

La colección en su totalidad comprendía obras de cuatrocientos cincuenta pacientes, el setenta y cinco por ciento de ellos diagnosticados con esquizofrenia, el resto eran maniaco depresivos, pacientes con psicopatía y otras afecciones que ya no se cuentan dentro de las enfermedades mentales, como la epilepsia. Prinzhorn sabía que el llamado arte patológico de su colección no podía ser valorado dentro de los criterios estéticos y académicos, pero sí podía analizarse desde un punto de vista psicológico; debido a esto, prefirió usar el término de actividad artística —en lugar de arte. La particularidad de esta actividad artística, según Prinzhorn, es su carácter de vía comunicativa entre lo posible y lo real, según la representación, de orden simbólico, hecha por el paciente. Este aspecto es especialmente interesante en la producción de los pacientes con esquizofrenia, pues en dicha enfermedad no existe un principio de realidad y, por lo tanto, los límites entre lo posible y lo real son prácticamente inexistentes. Quizá por eso Prinzhorn no puedo evitar preguntarse hasta qué punto un análisis profundo de la actividad artística podría demostrar que existe una relación directa entre el proceso creativo y la visión que los enfermos mentales tienen de la realidad. O bien, en última instancia, si se puede concluir que los alienados son más creativos que las personas cuerdas.

En gran medida, las observaciones de Prinzhorn lo llevaron a concluir que es frecuente encontrar esquizofrénicos que, sin tener formación artística alguna, producen obras susceptibles de ser situadas, sin problema alguno, dentro del terreno formal del arte —de hecho, la colección de Prinzhorn inspiró a diversos artistas profesionales, como Jean Dubuffet, Max Ernst, Paul Klee y Alfred Kubin. En este sentido, las obras de los enfermos mentales poseen un doble valor: no sólo son artísticamente expresivas, también sirven como documentos para obtener una visión de la vida psíquica de una persona con afecciones mentales y, en ocasiones, como una ventana hacia las representaciones de sus síntomas.
En todo caso, podríamos sugerir que el examen de este tipo de producción artística deja pendiente una cuestión especialmente interesante: a saber, las preguntas sobre el origen de los signos, símbolos e imágenes que se usan para representar el mundo y, además, el problema de determinar cómo y por qué tales herramientas son, aparentemente, más fácilmente accesibles para la alterada percepción de un enfermo mental. Quizá, como opina R. David Laing —psiquiatra escocés y uno de los fundadores del movimiento antisiquiátrico—, la locura es una respuesta creativa a un mundo insoportable, en la que el “enfermo” utiliza el arte para construir una visión menos desgarradora, y más respetuosa, para consigo mismo.
