¿De qué hablamos cuando hablamos de libertad? Probablemente esta pregunta tenga tantas respuestas como personas hay en el mundo. Mi abogado podría decir que libertad es la facultad de actuar según nuestra propia voluntad, siempre y cuando respetemos la ley y los derechos de los otros —sí, así de aburrido sonaría. Si le preguntaran a mi mamá, diría que es lo que perdí por haberme portado mal. En la escuela recuerdo haber leído que, para Platón, ser libre significaba entenderse como alguien autónomo y con dominio sobre sí mismo. Yo creo que la libertad es eso que descubrí estando en prisión.
Llegué a este sitio hace un par de años, pero la libertad la perdí desde antes, cuando tuve que empezar a esconderme para que los “tiras” no me agarraran. Creo que, después de todo, la detención fue un alivio, no podía seguir viviendo así allá afuera. Aunque estaba muy enojada, me bastaron unos meses para darme cuenta que se puede ser libre sin serlo, y que la única diferencia es el lugar que te aprisiona: ahora es la prisión, antes era mi casa, la calle, la escuela y, a veces —las peores—, ese “lugar” soy yo misma.
No puedo decir que mi estancia aquí ha sido un parteaguas, ni que es mejor que mi vida afuera, pero sin duda el tiempo que he permanecido en este sitio —al que muchos llaman “comunidad”— me ha traído grandes aprendizajes. El más significativo quizá sea el haber aprendido a transformar: el enojo en tristeza, el miedo en coraje, la frustración en empuje, la incertidumbre en expectativa… igual que un bulbo en flor, pero no cualquier flor: hablo de un narciso.
Un día, cuatro chicas empezaron a visitarnos. Decían que trabajarían con nosotras durante un periodo largo, y que haríamos varias actividades durante ese tiempo; que nos ofrecerían un espacio de confianza en el cual podríamos construir algo juntas; y también que si éramos participativas, nos prometían grandes resultados. Bla, bla, bla… lo que todos vienen a decirnos. Empezamos a trabajar con ellas una vez por semana. La verdad no me pareció nada del otro mundo; un poco menos aburrido que el resto de actividades, tal vez, pero hasta ahí.
La magia comenzó cuando nos contaron la historia de un joven muy hermoso del que todas las doncellas del lugar se enamoraban, cada una de las cuales era rechazada por él. Eco, una ninfa de la montaña que estaba prendada de dicho joven, había sido condenada por la diosa Hera a repetir las últimas palabras de todo aquello que dijera, y esto le impedía hablarle a Narciso de su amor. Una mañana, mientras Narciso caminaba por el bosque, Eco se atrevió a llamar su atención. El muchacho se percató de su presencia y, pese a todos los llamados de la ninfa, la rechazó, rompiéndole el corazón. Ante esta terrible acción, Némesis fue la diosa encargada de la venganza, así que sin más lanzó una terrible maldición sobre él, destinándolo a que nunca pudiera enamorarse de nadie más que de él mismo y de su propia imagen. Esto no tardó en suceder, pues cuando Narciso, internado en el bosque, encontró un lago, se acercó a él y lo primero que vio reflejado fue su rostro, ante el cual quedó absorto. Siendo incapaz de dejar de contemplar su propia imagen, terminó por arrojarse al agua y ahogarse. En el lugar donde fue encontrado su cuerpo, nació una flor, un narciso.
Después de escuchar esta historia y de darme cuenta que había pasado toda mi vida utilizando la palabra narcisista como un sinónimo de algo cruel y lleno de soberbia, finalmente entendí su significado más profundo y la razón por la que estas chicas habían estado trabajando con nosotras semana con semana. Se habían propuesto que lográramos enamorarnos de nosotras mismas, querían convertirnos en “narcisas”.
Después de varias semanas, sentí que debía darme el chance de vivirlo. Por fin algo iba a depender de mí en este lugar. Nos prometieron traernos un bulbo a cada una, que observaríamos hasta que se convirtiera en una flor de narciso. Llegar a ese punto no fue fácil; antes tuvimos que abonar la tierra y cuidar del bulbo. El mejor fertilizante fueron las tardes en las que no parábamos de jugar, de reír, de hablar, de compartir amores y desamores. Resignificarnos como mujeres fue el riego del día a día, asumir violencias, afrontar realidades, confrontar historias de vida. El bulbo cada vez se iba nutriendo más, pero como en cualquier siembra, siempre es necesario preparar el terreno y hacerlo fértil.
Faltaba arrancar la hojarasca, quitar todo eso que se había acumulado durante años o la vida entera. Algunas tuvieron que quitar más que otras, la cantidad de hojas muertas acumuladas fue impresionante. Hubo quien necesitó ayuda, y la brindamos; por algo nos llamábamos y asumíamos como una “comunidad”. Este proceso duró varias semanas, pero finalmente lo logramos: estábamos listas para la siembra. No hubo acto más simbólico que el de depositar los bulbos en la tierra, pues en ellos estábamos representadas. Los sembramos para que el tiempo hiciera de las suyas, como lo había hecho con nosotras.
Después de varias semanas de observar nada más que pequeños brotes verdes, un grito nos despertó:
—¡Vengan a verlos! ¡Ya nacieron!
Si pudiera describir metafóricamente la sensación de esa mañana en la que me encontré con la pequeña flor de mi narciso, podría decir que fue como mirar mi reflejo en el lago. En esa delicada campana amarilla vi mi rostro: alegre, bonito, contento, feliz… como hacía mucho no lo veía. Por primera vez en mucho tiempo, volví a sentirme libre. Después de todo, lo había logrado, me había convertido en una “narcisa”. Me llamo Narcisa y estoy enamorada de mí misma, y aunque hay días en los que lo demuestro más que en otros, procuro nunca olvidar que los brotes sólo nacen de un bulbo cuidado y en un terreno fértil.
Con el nacimiento de las flores, las cuatro chicas que nos trajeron los bulbos partieron. Ahora nos tocaba a nosotras seguir dando vida y nutriendo eso que ya habíamos sembrado y aprendido a cuidar con tanto esfuerzo: el amor propio y nuestros amados narcisos.