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Asesinos del corazón

Asesinos del corazón
Michelle Medrez

Michelle Medrez

Andanzas

Era el segundo mes de 2008 cuando recibí un mensaje. Habíamos coincidido en una reunión de la prepa, de esas donde se reúne el morbo, la nostalgia y el ego. Él caminaba por todo el lugar con la barbilla en alto y para mí fue imposible no notarlo; por eso me sorprendió su mensaje esa mañana, pues en la fiesta casi no habíamos cruzado palabra.

Él había conseguido mi número gracias a la actualización de datos de nuestra generación. En cada mensaje se dirigía hacia mí con un lenguaje galante y educado. Por alguna razón, era como si quisiera platicar conmigo a diario.

Después de varios días de mensajes, coincidimos para un café. Él usaba un traje color gris y una camisa lila impecable, sin ninguna arruga. Me abrió la puerta y se rehusó a que yo pagara mi consumo. En una de las ocasiones en que salimos, me contó que se había separado, que su pareja le había sido infiel y que el bebé que ella esperaba no era suyo. Yo sentí una profunda tristeza e impotencia; pensé que ella no había valorado al hombre amable y gentil que estaba ante mis ojos.

Mi impotencia fue en aumento cuando, el día de su cumpleaños, su madre le mandó un mensaje diciéndole que Dios le había mandado un hijo muy complejo al que quería mucho, pero con el que no podía estar. Para esa fecha ya éramos novios, yo le ayudaba a cuidar a su sobrina —que por alguna razón vivía con él—antes de irme a trabajar y, algunos días, él me ayudaba a preparar la cena. Me habló acerca de un puesto para mí en una dependencia gubernamental que conocía bien, pero que para eso sucediera primero él tenía que pagar su plaza.

En agosto, sorpresivamente él se quedó sin trabajo, así que me pedía dinero para la tintorería y para pagarle al abogado que llevaba el caso de su despido injustificado. Yo accedía sin ahondar mucho, pues todo me parecía muy lógico. Además, muchas veces salía de casa sin explicación alguna y no regresaba sino hasta muy entrada la noche. Yo no hice preguntas hasta un día que, cuando me dirigía al baño, escuché que hablaba con alguien a quien le dijo que la vería en la noche y que la amaba. Comencé a temblar y me quedé petrificada, sentía mi corazón como el de un colibrí y no pude irme ni encerrarme en el baño. Al sentir mi presencia, él se justificó diciéndome que hablaba con su mamá y que la vería más tarde. Parecía tan seguro y su argumento era tan convincente que no le pregunté nada; aun así, estaba incrédula ante esa respuesta.

Para septiembre, yo tenía tantas dudas como él deudas, así que se mudó a un departamento que una amiga mía le había rentado muy barato. Por cuestiones económicas, su prima cubriría la renta a cambio de contar con una recámara, la cual siempre estaba bajo llave. Una tarde de sábado caminábamos por el parque, cuando una mujer con una bebé en brazos me jaló la bolsa y empezó a gritarme que si yo sabía que él no se hacía responsable de su hija. Su acompañante la jalaba del brazo para alejarla de mí. Yo estaba en shock. Cuando volteé a verlo, él tenía una sonrisa en la cara. La incertidumbre se adueñó de mí. Cuando aquel hombre pudo alejarla, él me dijo: “Ella es mi ex. Como puedes ver, está loca. Pero tú siéntete orgullosa de mí: no he soltado tu mano para darte tu lugar”.

Mi cabeza estaba llena de dudas. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo puede pensar que el “no soltarme” era lo más importante? ¿Cómo podía sonreír con todo lo que ella estaba gritando? ¿Por qué no me fui? ¿Cuál es la verdad?

Algo en mi ser gritaba por respuestas, así que a mediados de octubre decidí visitarlo sin avisarle. Cuando llegué, encontré basura en el suelo y ropa de bebé sucia en una esquina de su departamento. La puerta que siempre estaba cerrada mostraba ese día todo su contenido; cuando él corrió a cerrarla, yo ya había recogido algunas cosas del piso para guardarlas en mi bolsa. Entre ellas había una credencial de una chica menor que nosotros y que no tenía ningún apellido igual a los de él, así que no podía ser su prima. Reuní todo el valor que tenía y le pregunté de quién era la credencial. De un solo golpe me tiró al piso, mientras me gritaba que no tenía por qué agarrar cosas que no eran mías y que ya lo había estropeado todo. Salí de ahí por puro instinto. No recuerdo cómo llegué a casa.

El proceso que siguió a toda esta locura fue esclareciéndome poco a poco lo que había sucedido en esos ocho meses: aquel encantador hombre resultó un mitómano que nunca vivió donde decía que vivía; la bebé que yo cuidaba no era de su hermana sino de él, y la que suponía su prima era en realidad su nueva esposa. Al parecer, el trabajo y cualquier otra rutina le parecían demasiado aburridos, así que su esposa y yo lo manteníamos y, sin saberlo, también compartíamos la responsabilidad de su hija. Más tarde supe que él había sido incapaz de permanecer bajo contrato, laboral o matrimonial, por más de un año.

Después de casi dos años lo volví a ver: iba caminando de la mano de una chica que en el cuello llevaba un pañuelo que formaba parte del uniforme corporativo. En ese entonces yo aún estaba en proceso de admitir que fui sólo un medio para que él satisficiera sus necesidades básicas: hambre, sexo, vestido y alojamiento. Yo no sabía que su necesidad patológica de mentir, la irresponsabilidad de todos sus actos, su falsa cortesía, la dificultad de construir lazos afectivos, su falta total de empatía —hacía mí y hacia su ex esposa—, su habilidad de persuasión, la ausencia de remordimientos por sus acciones —recordemos que me había golpeado— y hasta su parasitaria forma de vida, según investigué, parecían rasgos de la psicopatía. Entonces, ¿me había enamorado de un psicópata? Si eso era cierto, era uno que no mataba personas y tampoco era un delincuente: simplemente era un asesino serial de corazones.

Esta experiencia, aunque dolorosa, me dejó una gran lección y me obligó a construir una mejor versión de mí misma. Además, el proceso de investigación para entender lo que había sucedido me hizo estudiar una segunda carrera: la de psicología. Ambas situaciones me han enseñado a valorarme, a dialogar conmigo misma y preguntarme lo que quiero en mi vida. Ahora, aunque sigue siendo tentador volver a caer en la galantería y en amores tipo “montaña rusa”, de forma consciente elijo dejar en el camino a los asesinos del corazón.

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