Atrapando buenas ideas

Atrapando buenas ideas
Cecilia Durán Mena

Cecilia Durán Mena

Creatividad

La belleza es severa y difícil, y no se deja alcanzar así como así; es preciso esperar su momento, espiarla y abrazarla estrechamente para obligarla a entregarse.
Honoré de Balzac

La mente es una fábrica prodigiosa de pensamientos, pero “no todo lo que brilla es oro”, ni todos los pensamientos son buenos. Sin un juicio valorativo adecuado para discernir las buenas ideas de las que no lo son tanto, podemos llegar a confundirnos y el resultado de esta confusión puede ser un desastre. Sobre todo en esta época de la inmediatez, en la que no es extraño que queramos omitir los pasos necesarios que conducen al éxito. Por ello, en cuestión de ideas, la arrogancia es el peor consejero y la prudencia, la mejor mentora.

Pero hasta los más grandes genios se han tropezado con su propio ego y no han sabido reconocer sus malas ideas. En el Codex Romanoff de Leonardo da Vinci —cuya autenticidad historiográfica algunos cuestionan— encontramos un ejemplo de ello. Desde su niñez, Leonardo siempre tuvo como verdadera vocación la de ser cocinero, pues admiraba a su padrastro, quien era pastelero de oficio. Pero su padre tenía mejores planes para él y lo llevó a trabajar al taller del maestro Verocchio, donde conoció a otro pintor: Sandro Boticelli, a quien le transmitió el amor por la gastronomía.

Boticelli y Da Vinci, entusiasmados con la idea de seguir su llamado vocacional, decidieron dejar el taller del prestigiado maestro y materializar su amor por la cocina. Por ello abrieron una taberna justo en la esquina del Ponte Vecchio, llamada Los tres caracoles. Su idea era servir platillos estéticamente agradables: brócolis y zanahorias tallados como esculturas, una expresión cromática con el nivel adecuado de colores y un balance de formas dispuestos en cada platillo, de modo que fuera, además de sabroso, hermoso. El concepto “tuvo tanto éxito” que fue necesario que ambos salieran corriendo de Florencia para que sus enfurecidos comensales —que preferían menos delicadezas y porciones más generosas— no los mataran por servir porciones tan “equilibradas y magras”.

El asustado Leonardo huyó de Florencia con rumbo aMilán y, gracias a la recomendación de Lorenzo de Médici, se cobijó bajo el mecenazgo de Ludovico Sforza “el Moro”, un hombre que buscaba llevar a los milaneses la elegancia propia de los florentinos. Leonardo aprovechó la oportunidad y se convirtió en el consejero consentido: decidió seguir sus inclinaciones culinarias y recomendar al duque de Sforza que derrumbara las habitaciones de su madre en el castillo para construir una cocina “a la altura de su majestad”.

“El Moro” escuchó a su consejero, sacó a su madre de esa zona del castillo y dio a Leonardo total libertad para hacer las modificaciones que quisiera. Para Da Vinci, todo lo relacionado con la forma de entender los placeres de la mesa era un arte, un principio generador de los órdenes de pensamiento; la consideraba, pues, el motor de las manifestaciones más brillantes de la cultura. Por eso invirtió mucho de su genio y su tiempo en idear aparatos que facilitaran los procesos culinarios.

A él debemos la invención de las servilletas. Leonardo se dio cuenta de que la gente se limpiaba las manos en el mantel o embarraba los dedos grasientos en pieles de conejo, dejando olores espantosos y manchas por doquier; sentía una gran repulsión al ver la suciedad que quedaba en la mesa después de los banquetes de su mecenas, y por ello dio con la idea de dotar a cada invitado con un pedazo cuadrado de tela, que podría minimizar el desastre.

Leonardo quiso automatizar todas las funciones en la cocina. Diseñó bandas rotatorias y fogones más modernos; ideó mesas de trabajo que siguieran una línea de producción y artefactos automáticos que suplieran las labores rutinarias de los cocineros. Sin embargo, no tomó en cuenta que hacían falta más recursos para hacer funcionar susmáquinas que si los sirvientes se hubieran encargado de cumplir con las mismas tareas. Por su necedad y soberbia, el maestro desestimó lo que sus auxiliares le advertían; él seguía fascinado, en el mundo de las ideas. El Duque exigió que todo quedara listo para ofrecer el banquete de la boda de su hija y presionaba a su consejero, pues los trabajos se excedían tanto en presupuesto como en tiempo de ejecución.

La fecha llegó. Los invitados a la boda esperaron durante horas por un banquete que jamás se sirvió. Cuando Ludovico Sforza fue a la cocina a ver qué sucedía, encontró el caos que dejó con hambre a sus invitados. El Codex Romanoff cuenta que aquel día nada funcionó adecuadamente y que muchas de las “grandes ideas” de Leonardo fueron un fracaso rotundo: la máquina para lavar servilletas, el artefacto para avivar el fogón, el mecanismo para mantener limpios los pisos. Pero muchas otras fueron un éxito, aunque no en su tiempo —por ejemplo, el destapacorchos y la prensa de ajos.

Este ejemplo nos deja claro que, para lograr buenas ideas, es preciso llevar a cabo una labor de introspección; filtrar y analizar de forma fría y cruda todo lo que nos pasa por la cabeza. Resulta necesario cuidar, podar, recortar, realinear y, entonces sí, admirar la buena idea. Hay que recordar también que a una idea no se le puede sacar más jugo del que verdaderamente tiene. Caer en la aspiración de lo perfecto es irse al otro extremo: pensemos en Frenhofer de La obra maestra desconocida de Balzac, el maestro que quiso pulir tanto su idea que terminó hundiéndola bajo capas de pintura. Por último, si una idea no sirve, hay que desecharla sin titubear. Nadie desea que le suceda lo que a la esposa de Lot, quien por volver la mirada hacia atrás, quedó transformada en estatua de sal…

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