La vida rechina a mis años. Ponerse los zapatos es lo más pesado. Sobre todo cuando uno de ellos se va bajo la cama, ¿cómo llega ahí? Pero mi bastón para eso sirve, para ser mi fiel escudero que… ¿Qué es eso?
De debajo de la cama mi bastón saca una cinta VHS. ¿Quién puso eso ahí? Me agacho despacio escuchando los leves quejidos de cada una de mis articulaciones. Me la pongo a buena distancia para distinguir lo que dice la etiqueta: “Juegos Olímpicos 1992”. ¡Pero si es la letra de mi marido! ¡Es la cinta! ¡La cinta de 1992!
Salgo apresurada de mi recámara con un solo zapato puesto. Tengo que ver esta cinta ya. “Juegos Olímpicos 1992” ¡Volviste a mí! Oigo a mis compañeros de la casa de retiro molestarse por no saludar, otros ríen por lo chueca que camino con sólo un zapato. Pero ellos no saben que tengo conmigo la cinta de “Juegos Olímpicos 1992”.
Llego a la recepción. Aquí deben de poder darme una mano. Si la señorita Fernanda está en turno, seguro querrá ayudarme.
—Buenos días. —Ay, no… tengo la peor suerte: es el antipático de Federico; es un impaciente, nunca escucha lo que tengo que decir.
—Buenos días… —respondo por cortesía.
—Señora Toñita, ¿qué hace sin zapatos? —Me interrumpe de inmediato. Me mira de arriba a abajo y cada vez que abro la boca para hablar hace alguna sugerencia estúpida, como que necesito que me traigan una silla de ruedas—. ¿Tiene algún dolor? —Yo no sé para qué me pregunta si no me va a dejar responder; este tipo es una flema humana.
Me regresan a mi cuarto y un séquito de enfermeras me atiende en todo, menos en lo que yo necesito. Una me pone el zapato que me faltaba, otra me toma la presión, otra el azúcar, otra se asegura de que esté al día con mi toma de medicamentos… Todas orquestadas por el bagazo de Federico.
No suelto la cinta en ningún momento. En una milésima de silencio alcanzo a decir:
—Quiero verla. —Me saco la cinta de abajo del brazo y la muestro.
—¿Juegos Olímpicos 1992? Podría buscarlos en mi teléfono… —Otra sugerencia estúpida de Federico.
—¡No! —ahora lo interrumpo yo—, ¡tiene que ser la cinta!
De un tiempo a esta parte vivo dentro de mí. Me cuesta hablar. Sé lo que quiero decir, lo que quiero explicarle, pero esas son las únicas palabras que salen, más aún cuando estoy tan molesta de tener a tanta gente encima y a todos mirándome como si sólo fuera una vieja loca y senil. La muchachita que me puso el zapato toma mi mano. Sonríe y me dice:
—Veré qué puedo conseguirle para verla. —Su expresión me deja más tranquila. Todos salen de mi habitación haciendo mil recomendaciones y pidiendo que use el botón de emergencia si me siento mal.
Me quedo en mi habitación todo el día. No pierdo de vista la cinta. Por momentos me angustio. Quizá no es la cinta, tal vez sólo estoy imaginando que es la letra de mi marido y en realidad es la cinta de alguien más. ¿Por qué estaba debajo de la cama? Ahí no guardo nada. Y esa cinta debió de perderse con las otras, cuando se inundó la casa y decidí venderla. Llegué a este lugar sólo con mi ropa y mi reciente vicio por los dulces de mantequilla. Todo lo demás se fue a la basura, la inundación arruinó mis muebles, mis álbumes de fotos, mis cintas… Y de entre todas, encuentro esta. No lo puedo creer, pero ¿y si sí es la cinta? No importa saber cómo, la acepto como un regalo inexplicable. Pero por favor que pueda verla otra vez, por lo menos para asegurarme de que es esta la cinta.
Me despierto asustada. Alguien toca a mi puerta. Está ya oscuro. Me quedé dormida en el reposet abrazando la cinta. Me levanto a abrir. Es la enfermera que ofreció ayudarme.
—Vamos a la sala, señora Toñita, tengo algo para usted.
La tomo del brazo y caminamos. Frente al sillón hay un reproductor de VHS. Inhalo incrédula. ¡Ella lo consiguió! Estrecho su mano. La tele ya está encendida. Meto la cinta. Me quedo de pie para ver de cerca.
“¡Barcelona! ¡Barcelona!” Comienza la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1992. Se corta la imagen y ahí estoy yo, a mis 28 años, en la cama de hospital saludando a la cámara. En mis brazos está mi niño, Ismael. Es la cinta. “Señoras y señores, hacen su entrada sus majestades, los reyes”.
Detengo la cinta. Me quiebro en llanto. Ahí están ellos. En una pantalla, en una imagen desteñida, y los amo como si los tuviera en frente. Vuelvo a darle “play”, quiero que se muevan como si vivieran. En medio de imágenes de la bandera olímpica y del fuego olímpico, veo a mis amores todos juntos. Mis papás cargan a mi hijo en brazos. Sonríen. Mi esposo maldice cuando se da cuenta de que está grabando sobre la cinta de los juegos. Se enciende el pebetero olímpico y la pantalla se torna negra. Y yo río y la risa me recompone los huesos que ríen conmigo. Río y siento sus vidas recorrer la mía. Y volvemos a ser al mismo tiempo a pesar de los años, a pesar de la muerte…