Mi fascinación por el irrepetible Bucky [1] comenzó cuando estudiaba la secundaria. Ese día, mi abuelo tenía una cita en su clínica del Seguro Social y yo fui el designado para acompañarlo. A sabiendas de lo larga que solía ser la espera por la consulta —y pensando en cómo hacerla más llevadera—, tomé el primer libro que encontré a la mano, y éste fue: No más Dios de segunda mano, firmado por un R. Buckminster Fuller…
No hay nada en una oruga que te indique que se convertirá en mariposa.
Titubeo al afirmar que fue el primer libro que leí, literalmente, de cabo a rabo en una sola sentada: si bien es cierto que durante las interminables horas que esperamos el turno de mi abuelo, mis ojos se pasearon por cada palabra de sus poco más de cien páginas, me resultaba difícil esbozar siquiera de qué hablaba aquello que había leído. Sólo recuerdo que parecía como si un científico se hubiera sentado a escribir poesía, mezclándola con un tratado filosófico que intentaba reescribir todo el conocimiento existente hasta la fecha, resultando en un texto tan grandilocuente que uno no sabría a ciencia cierta si se trataba de la obra de un visionario o un chiflado.
Sobra decir que no solté el libro hasta llegar a la última hoja, en la cual Fuller concluye su tratado sobre el “Halo omnidireccional” en el que propone el término sinergia —el comportamiento de sistemas agregados integrales que no puede ser predicho por el de sus componentes—, para después definir al universo como “el sistema integral de agregados que comprende todos los sistemas integrales de agregados de todas las experiencias aprehendidas y comunicadas conscientemente por la humanidad”, y de ahí pasar a analizar diversos poliedros creados por la topología angular —icosaedro, dodecaedro, triacontaedro, etcétera—, culminando en las esferas que son, probablemente, su obra más conocida: los domos geodésicos a los que aplica los principios de tensegridad —esto es, la integridad tensional lograda con la combinación acertada y precisa de elementos comprimidos y traccionados— para obtener estructuras de gran tamaño y resistencia, con un mínimo de materiales. Estas esferas geodésicas se han reproducido miles de veces; por ejemplo, en la Biosphère —Montreal, 1967— o en el famosísimo EPCOT Center de Disney World. Y, claro, en la casa de Fuller en Carbondale, Illinois, Estados Unidos.
90% de lo que eres es invisible e intangible.
Ciertamente, si hoy es poco lo que se conoce de la extravagante trayectoria de Buckminster Fuller, esto se debe en gran medida a su casi incomprensible estilo de escritura. Pero otras deben ser las razones para que su legado ahora sea visto con suspicacia: en realidad son muy pocos quienes lo siguen teniendo como fuente de inspiración. Entre estos admiradores de Fuller se encuentra el arquitecto británico Norman Foster, creador del famoso edificio que aloja las oficinas de Swiss Re en Londres —conocido como “el pepinillo”—, quien recientemente recreó un proyecto fallido de su mentor: el Dymaxion, una palabra compuesta de dynamic maximum tension o “máxima tensión dinámica”, que es un concepto complejo con el cual Fuller no sólo concibió su auto futurista, sino también casas, mapas y muchas otras iniciativas.
Como todo lo que provenía de la mente de Fuller, el Dymaxion era un auto muy distinto a lo que existía entonces e incluso a lo que existe ahora: concebido como “la fase terrestre de un vehículo que posteriormente podría volar”, tenía la forma globular de un zepelín, contaba con sólo tres ruedas —debía ser conducido a través de la trasera— y podía contener hasta once pasajeros. Este diseño consiguió interesar a varias de las grandes compañías constructoras de automóviles de los Estados Unidos, pero un trágico accidente cortó su carrera de tajo: durante la Feria Mundial del Progreso en Chicago (1993), mientras se probaba el Dymaxion, otro auto conducido por un comisionado del parque chocó con él a más de 110 kilómetros por hora —el Dymaxion era muy veloz— y el piloto resultó muerto al rodar el auto y desplomarse su techo. Otros dos pasajeros también resultaron heridos. En su afán por evadir la responsabilidad, los organizadores de la feria retiraron rápidamente el auto y no se hizo mención del segundo vehículo involucrado, con lo cual la prensa reportó que “el extravagante auto resultaba muy inestable y ya había causado la muerte de sus pasajeros y conductor”. No faltó mucho para que las compañías automovilísticas retiraran su apoyo y el proyecto cayera en el olvido.
Pero un libro difícil de leer, un diseño arquitectónico singular y un vehículo de diseño extravagante no son suficientes para explicar porque Buckminster Fuller suele provocar la admiración de quienes se enteran de su vida. La explicación se halla en otra parte…
No soy un genio, sólo soy un enorme manojo de experiencia.
Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los baby boomers estadounidenses se disponían a disfrutar de la victoria —y a realizar el american dream repoblando su diezmada población [2]—, la voz de Bucky cantaba notas muy distintas: hablaba de esta “nave espacial Tierra”, tratando de compartir su concepción de nuestro planeta, no como el regalo de un creador para reinar y servirnos de él a manos llenas, sino como un vehículo con recursos y posibilidades finitas, que debe recibir mantenimiento y ser tratado con frugalidad. De hecho, se puede afirmar que todas sus propuestas, tanto en textos como en diseños teóricos y llevados a la práctica, se encauzaron a buscar la “efemeralización” de los recursos: un neologismo buckminsteriano que se refiere a hacer más con menos, y cada vez más con mucho menos, hasta hacer prácticamente todo… con nada.
Hago un paréntesis para mencionar que uno de los frentes de batalla en que Fuller buscaba compartir su visión cósmica con sus contemporáneos era a través del lenguaje. No sólo a través de neologismos que trasmitieran sus ideas más eficientemente, puesto que las palabras existentes hasta ese momento resultaban insuficientes y explicar continuamente sus conceptos le resultaba fastidioso: también refutaba el uso de términos como worldwide, literalmente “a lo ancho del mundo”, puesto que aludían a una concepción bidimensional, a una tierra plana —teoría que desde hacía siglos se sabía errónea—; en su lugar propuso utilizar world-around, que contenía explícitamente la mención a la redondez terráquea. Del mismo modo, le parecía que las palabras arriba y abajo se referían a una visión de tierra plana y sugería usar adentro y afuera, tomando como punto de partida el centro gravitacional de nuestro planeta, de modo que uno no sube las escaleras —go upstairs— sino que sale por las escaleras —go outstairs—; es decir, uno se aleja de la superficie curva de nuestro planeta, como si saliera de ella.
Hasta aquí un ramillete de genialidades provenientes de la mente incansable de Buckminster Fuller, aunque hay muchas más que se han quedado en el tintero. Pero a quien le haya interesado este genio ignorado, lo invito a descubrir sus hábitos “dimáxicos” de sueño —con los que aprovechaba veintidós horas del día—, su “ruta crítica” —método para maximizar recursos y esfuerzos, muy común ahora en la industria—, y sus inagotables citas.
Construye un domo geodésico…
con palillos y gomitas
Materiales: once gomitas y veinticinco palillos de madera
Procedimiento: 1. Toma cinco palillos y forma un pentágono, uniéndolos por los extremos con cinco gomitas. 2. En cada gomita, inserta dos palillos más, mirando hacia arriba. 3. Toma otras cinco gomitas y clávalas en las puntas del segundo grupo de palillos, formando cinco triángulos equiláteros. 4. Clava un palillo entre las puntas de los triángulos que acabas de hacer, conectando cada uno con sus dos vecinos y formando un pentágono. 5. Clava otros cinco palillos en los cinco vértices del pentágono, mirando hacia arriba. 6. Une estas cinco puntas con la última gomita. Y listo…
Fuente: scientificamerican.com
[1] Es poco común que a un estadounidense se le conozca por su segundo nombre, pero seguramente ningún arquitecto o futurista que escuche el nombre Richard B. Fuller sabría a quién se está haciendo referencia.
[2] De acuerdo a la teoría de las generaciones de Strauss & Howe, así se le llama a la generación nacida después del final de la Segunda Guerra Mundial, aproximadamente entre 1946 y 1964, que supuso un estallido en la tasa de natalidad en los Estados Unidos. [N. del E.]