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Butō: la danza que nació después de los bombardeos en Hiroshima y Nagasaki

Butō: la danza que nació después de los bombardeos en Hiroshima y Nagasaki
Cecilia Durán Mena

Cecilia Durán Mena

Creatividad

No es la primera vez que la destrucción, el abatimiento y el dolor detonan una manifestación artística: ante la catástrofe, el universo que representa cada cabeza reacciona de formas diversas e incluso divergentes. Del silencio que precedió al estruendo que provocaron los artefactos que salieron del vientre de los aviones bombarderos Enola Gay y Bockscar, en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, surgieron los primeros balbuceos de lo que se conocería como Butō. Con el sonido de un bebé que no conoce de códigos, con la inocencia a la que tienen derecho los que vivieron una destrucción atómica, y con la potencia de un brote de hierba que se atreve a nacer rompiendo la monotonía del asfalto, nació esta danza que busca ser algo más que un medio de protesta.

El abanico de sensaciones que se quedaron congeladas en el corazón de Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata, los padres de esta disciplina, dio como fruto el Butō. Estos artistas, conmovidos por los bombardeos en Hiroshima y Nagasaki, se plantearon la meta de construir un nuevo cuerpo hecho con los pedazos de la guerra: en el centro del escenario se ve a un bailarín desnudo, con el cuerpo pintado de blanco, que se mueve y se contorsiona de forma grotesca o desestructurada; lejos de escandalizar, busca dejar perplejo al público, sin importar si su reacción es de ternura o de total rechazo. Sus movimientos son improvisados y la idea es que el danzante “sienta su propio interior”, convirtiéndose en uno con el escenario.

A pesar de que la danza Butō se originó en Japón, no es un arte de tradiciones niponas arraigadas ni implica fuertes lazos a sus costumbres o un conocimiento profundo de su cultura, como podría ser el caso de otras danzas regionales —el flamenco o la capoeira, por ejemplo. Se trata de un estilo contemporáneo de danza que, si bien trasluce influencias de ciertas artes escénicas japonesas, también se nutre del mundo ritual y de vanguardias como el expresionismo alemán o el surrealismo; al tiempo que constituye una propuesta libre que cualquier habitante del planeta puede adaptar a las características propias de su mundo interior y de su ambiente.

El Butō no narra una historia: deja que el cuerpo hable por sí mismo partiendo del estado de vacío del intérprete; los movimientos se originan de la nada. Así que, para bailarlo, el principal requisito consiste en olvidar toda disciplina aprendida. Practicar el Butō implica dar vida a una forma de expresión que no tenga nada que ver con las danzas ya existentes ni con nada precedente. No cuenta con una terminología específica ni con una técnica física, aunque por lo general el bailarín actúa desnudo, con el cuerpo pintado de blanco para acentuar su desnudez.

Este tipo de danza no siempre va acompañada de música, ya que la interacción con el silencio es muy significativa. Se debe propiciar el ambiente necesario para hacer movimientos pausados o ataques de contorsión, figuras delineadas en las tinieblas, cuerpos que se rompen en juegos de claroscuros. Y, como puede imaginarse, la inspiración de este baile brota del horror. En los años de la posguerra, la destrucción, la melancolía y la desolación inundaban el ambiente, mientras las calles de las dos ciudades japonesas eran transitadas por seres espectrales con los cuerpos quemados y los globos oculares reventados. Para muchos de ellos el retorno a la salud era imposible, las puertas de la normalidad habían quedado para siempre clausuradas; de modo que el único camino consistía en la búsqueda de la belleza que está más allá del exterior.

La mirada de Onho y Hijikata captó la esencia de estas figuras desgarradas caminando con movimientos discontinuos, tensos, anhelantes. Fantasmas que, ante la destrucción atómica, vivían sin rumbo y sin destino. A través del baile quisieron representar a estos seres que lo habían perdido casi todo y, sin embargo, debían seguir adelante. Así, del agradecimiento de continuar con vida tras el ataque, a pesar de las marcas indelebles en el cuerpo y el espíritu, surge un tributo y una manifestación para el recuerdo.

La temática del Butō es tan extensa como imprecisa, y con base en esa dicotomía abarca los aspectos fundamentales de la existencia humana: explora la transición entre diferentes estados anímicos y el cambio en la representación física del cuerpo humano. El bailarín de Butō adopta las formas más variadas, ya que mediante la danza deviene en distintos objetos, figuras y cuerpos. Pero el Butō, sobre todo, constituye una reflexión del cuerpo sobre el cuerpo y el lugar que éste ocupa en el universo. No existen lineamientos para el decorado o el vestuario porque su esencia radica en la improvisación; la idea no es pensar en el hecho, sino sentirlo: “No hablar a través del cuerpo, sino que el cuerpo hable por sí solo”, como explica Kazuo Ohno.

Butō se aproxima al dadaísmo porque ambas manifestaciones artísticas se sustentan en lo absurdo, en la ironía, en el gesto y la provocación. El espectador, por su parte, puede sentirse confundido ante la desarmonía del baile y dudar sobre los sentimientos que inflaman al bailarín; se enfrentará a la rebeldía, la destrucción, el terror, la muerte y el nihilismo propios de la guerra, pero también a la fantasía. De modo que la experiencia estética no necesariamente será agradable, y en realidad no pretende serlo.

La danza Butō nació de la destrucción, del polvo, del hongo de humo cuyo grado de desgracia ha sido de los más grandes enfrentados por la humanidad. Sin embargo, es hermosa por la esperanza que surge a al ver cómo, ante el horror indescriptible, el ser humano tiene la capacidad de crear una manifestación artística.

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