Carlos Castaneda o el extraño caso del aprendiz de brujo

Carlos Castaneda o el extraño caso del aprendiz de brujo
Hugo Masse

Hugo Masse

Como buen miembro de la generación X, confieso haber sido un ávido lector de los doce libros de Carlos Castaneda, los cuatro de las «brujas» que los acompañaban, y otra media docena acerca del tema; también el haber asistido a los seminarios de tensegridad organizados en la Ciudad de México y presenciado, con un arrebato casi místico, la charla del mismísimo Castaneda en uno de ellos. Confieso, en fin, haber sido un «castanedo» de hueso colorado. Elijo no decir fui ni soy y tengo razones para ello: por una parte, los hechos difíciles de refutar que llevan a concluir que todo fue un gran engaño y, por la otra, un corpus literario que me niego a desechar como inútil.

Empecemos por el escándalo. Resumiendo un largo recuento de infamias, Castaneda formó un grupo de fervientes acólitos merced a su increíble carisma personal y su halo de santón, que resultó de su inclusión como aprendiz de un brujo tolteca en sus primeros cuatro libros. Según los testimonios, también tenía facilidad para manipular emociones y lavar cerebros, al grado de convencer a muchos de dejar familia, amigos y posesiones atrás o, en el caso de las mujeres, de acceder a sus solicitudes sexuales. El mismo Alejandro Jodorowsky —en su libro Psicomagia— no pudo determinar si Castaneda era auténtico o falaz, y prefirió decir que, si era un engaño, probablemente era un engaño místico cuya finalidad era permitirnos admitir esas verdades inconcebibles, como cuando convencemos a un niño con cuentos y verdades a medias para que tome la medicina.

En libros subsiguientes, Castaneda aparece convertido en nagual o líder de una partida de brujos que reemplazaría a la de don Juan, quien había abandonado este mundo con su grupo, ardiendo con el fuego interno y alcanzando la libertad total en otra realidad en la que serían prácticamente inmortales. Carol Tiggs —conocida en esta mitología como la mujer nagual—, Florinda Donner-Grau —autora de Shabono, El sueño de la bruja y Ser en el ensueño— y Taisha Abelar —autora de Donde cruzan los brujos— formaban el compacto grupo de Castaneda que cerraría el milenario linaje de don Juan con broche de oro: compartirían uno de los más grandes secretos toltecas con todo el mundo, a fin de propiciar un cambio de “tonal de los tiempos” —una especie de zeitgeist , o “espíritu de la época”, con tintes autóctonos— y con ello abrirían la puerta a una nueva conciencia: los pases mágicos, la tensegridad.

Miles acudimos a los seminarios en los que esto ocurriría, nos inscribimos al grupo de tensegridad más cercano, adquirimos la rueda del tiempo —un disco de foami de alta densidad, que costaba como si fueran las mismísimas micciones del Sai Baba—, los tres videocasetes, una versión impresa en rústica de Los pases mágicos y el diario de hermenéutica aplicada Readers of Infinity; en fin: lo que nos pusieran enfrente, lo cual debe haber significado un ingreso estratosférico para Cleargreen Inc., compañía que Castaneda fundó para este propósito.

En medio de esta efervescencia, en abril de 1998, Carlos Castaneda muere de cáncer en el páncreas a los setenta y nueve años de edad. A partir de ahí, el trágico final ocurre vertiginosamente: el mismo día, fueron cancelados los servicios telefónicos de Florinda Donner-Grau, Taisha Abelar, Patricia Partin —consentida del autor y rebautizada como Nuri Alexander, el explorador azul cuyo rescate de otra realidad narra Castaneda en uno de sus libros—, Kylie Lundahl —prominente instructora de tensegridad— y Amalia Márquez —o Talia Bey, en su nombre de bruja: portorriqueña que presidía Cleargreen. En cuestión de días, estas cinco mujeres desaparecieron de la ciudad de Los Angeles. Carol Tiggs había dejado el grupo poco antes.

Pocas semanas después, el Ford Escort rojo de Patricia Partin fue hallado abandonado a las afueras de las dunas Panamint, en el Valle de la Muerte en Arizona, y su cuerpo, descompuesto y deshidratado, sólo pudo ser identificado gracias a sus registros dentales. No se ha sabido más del resto de ellas. Los medios se enteraron de todo esto muchos meses después y la noticia nunca fue considerada relevante. La compañía Cleargreen Inc. niega todo al decir que las brujas “no están disponibles por el momento”, aunque continúa organizando, muy discretamente, las ventas de la parafernalia chamánica y algunos seminarios. Todo parece indicar que Carlitos no se pudo reunir con su maestro don Juan en alguna realidad aparte.

Pasemos ahora al aspecto literario. Si Carlos Castaneda hubiera permitido la filmación de películas basadas en sus libros, seguramente habría sido una de las franquicias cinematográficas más exitosas del siglo XX. En cierto sentido, sus libros fueron para la generación X lo que las aventuras de Harry Potter han sido para las posteriores. Así como hay quienes afirman que su religión es la Jedi o que su mayor sueño es estudiar en Hogwarts, otros no pedíamos otra cosa que un «centímetro cúbico de oportunidad» para poder alcanzar al “ave de la libertad” antes de que levantara el vuelo sin retorno.

Ahora bien, ¿de qué hablan los libros? ¿En qué consiste la doctrina —si así podemos llamarle— de Carlos Castaneda? Borges afirmaba que un budista no le da demasiada importancia a la verdad histórica de la vida de Siddartha Gautama, pues eso sería tanto como pretender saber de física después de leer la biografía de Newton. Invito al lector a entrar al mundo de los libros de Castaneda con ese ánimo, pero aún así podemos revisar un pequeño resumen de algunos de los títulos más afamados.

El primer libro, Las enseñanzas de don Juan (1968), sugiere que el conocimiento esotérico prehispánico no se extinguió a pesar de tres siglos de colonización europea, y de otros dos de considerarnos “occidentales modernos”. Incita a despertar en uno mismo al guerrero espiritual, aquel que “va al conocimiento como [quien va] a la guerra: bien despierto, con miedo, con respeto y con absoluta confianza” y, por qué no decirlo, a alterar la conciencia mediante la ingestión de psicotrópicos, cuyo uso sólo un chamán experto conoce. Y es que no es nuevo el estereotipo del maestro soltando afirmaciones abstrusas cuya enseñanza sólo es comprendida en su totalidad al final de la enseñanza —dicha figura subsiste en la cultura popular en la forma del Morpheus de Matrix, del señor Miyagi de Karate Kid o, mucho más conocida, en la de Yoda tratando de guiar a Luke en el uso de “la Fuerza”.

Los siguientes tres libros —Una realidad aparte (1971), Viaje a Ixtlán (1973) y Relatos de poder (1975)— forman con el primero una unidad: la historia del aprendizaje de Castaneda bajo la tutela de don Juan Matus hasta el momento culminante, al final del cuarto tomo, en el que Castaneda brinca al vacío desde un precipicio y vive para contarlo. Pero vayamos por partes: el Castaneda de los libros es un engreído académico que sólo buscaba datos para completar su tesis y publicar artículos y que, de pronto, se ve elegido por un brujo cuyo conocimiento tiene raíces en el México prehispánico; su reacción es la de cualquier persona sensata: huir. Sin embargo, algo en él lo hace regresar y completar su aprendizaje. Pueden haber sido las tretas de don Juan —los libros están repletos de ellas: desde convencerlo de que sólo él puede salvarlo de su archirrival, la Catalina, hasta convertirse en un viejo decrépito para llevar a Castaneda a un punto en que dejaran de importarle los asuntos mundanos—, o puede haber sido lo que el lector mismo experimenta: la añoranza por vivir como un ser mágico, un hombre o mujer de conocimiento con la urgente nostalgia que da el saber que su cómodo mundo cotidiano llegará a su fin demasiado pronto.

Las enseñanzas de don Juan es uno de esos libros que desafían los valores sociales asumidos y son publicados en un momento en que la cultura comienza a cambiar a favor de dicho cuestionamiento. Sin embargo, quienes no leyeron más que ése no se enteraron de que todo el cuento del chamán yaqui, en batallas de poder con seres de este y otros mundos, poseedor del secreto de los hongos, el toloache o el peyote, sólo era una trampa sagrada más, el modo de capturar la atención de su aprendiz al ofrecerle la clase de relatos que él venía buscando.

Si es posible perdonar a Oscar Wilde por los problemas legales debidos a sus preferencias sexuales, o nunca haber aprendido a conformarse; a Bukowski por su apología del alcoholismo y por su libertinaje; o a Burroughs por la violenta muerte de su esposa cuando jugaban a Guillermo Tell y por su avidez por las drogas, ¿por qué no abordar la lectura de Castaneda del mismo modo? Cada quien sabrá qué funciona para sí, pero debería al menos darse la oportunidad, una tarde, de mirar a su alrededor y considerar la posibilidad de que la realidad puede ser algo distinto a lo que percibimos diariamente.

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