Murió a una hora decente, once de la mañana. Mamá temía que se fuera de madrugada y no se dieran cuenta hasta el amanecer, pero escogió un buen momento. Mi tía y mi mamá estaban con él y fue rápido, no hubo tiempo de llamar al doctor. A las once de la mañana murió José Alberto Vázquez Gutiérrez, mi abuelo.
Tenía diez años muriéndose. No los pasó en cama agonizando, sino que a lo largo de ese tiempo su salud no paró de darnos sustos y, con cada ida a la sala de emergencias, ya le pintábamos las cruces. Un infarto por aquí, otro por allá, la quitada de la vesícula, sus malestares por el intestino irritable, la diabetes… Finalmente ayer, a las once de la mañana, murió de manera silenciosa; simplemente dijo sentirse mal, se recostó y su cuerpo paró.
Mi mamá y mi tía se martirizaban imaginando que moriría en terapia intensiva. Pero no. Mi mamá sufría especialmente cuando nos encontrábamos lejos y se enteraba de todo por teléfono. A veces sonaba a mitad de la noche y ella lloraba mientras mi tía le explicaba la situación. Al colgar decía: “Así me voy a enterar de que se murió mi papá, estando lejos, por teléfono”. Pero tampoco. Por motivos laborales nos acabamos mudando cuando yo tenía dieciséis años; al vivir en la misma ciudad mi mamá comenzó a apoyar a mi tía con las recurrentes crisis médicas del abuelo y estuvo presente en su momento.
No volví a pensar en el miedo que le daba a mi mamá enterarse por teléfono de la muerte del abuelo hasta que me pasó a mí. Ni siquiera pude contestar a la primera. Fue hasta que hubo un problema de vestuario y pidieron un descanso que puse mi cámara a un lado y agarré mi teléfono. Diez llamadas perdidas sólo podían significar malas noticias.
—Yo estoy bien, hija. —Mamá sonaba triste, pero cercana a la resignación.
—Quisiera poder irme para allá ahorita, pero el vuelo que tengo para mañana es el más próximo, no hay ninguno antes.
—Sí, Sofi, yo sé, y está bien, no vayas a cometer locuras. Así está bien. Lo vamos a velar en la casa y mañana la misa es a las doce. Ya vendrás a las demás.
—Ok, ma.
—Bueno, reina, te quiero, mi amor.
—Yo a ti, ma. Bye.
Hubiera estado bien que llorara al colgar, pero no me dieron ganas. Me llamaron para seguir con las fotos y no mencioné nada a mis colegas.
Anoche no pude dormir. Pensaba en José Alberto Vázquez Gutiérrez, en cómo me decía que seguramente la gente me confundía con un muchacho por traer el pelo tan corto y por vestir trajes. Para la boda de mi primo Guille, yo les hice los nudos de las corbatas a todos y él les dijo: “Me cae que esta es más macha que todos ustedes juntos”. Si fui su nieta favorita fue porque le era más parecida a un hombre y él era misógino. Señalaba a mi hermana por irse a vivir con su novio sin haberse casado y exigía a mis primos varones que ya “preñaran” a sus novias. De mí nunca le gustó que eligiera esta profesión: “Si un hombre te deja embarazada, ¿cómo crees que vas a mantener a una criatura tomando fotos? Teniendo tanta cabeza para otras cosas…” Se enojaba más cuando le decía que no me interesaban los hombres. Luego apelaba a la inseguridad: “No porque seas tan brava como un macho dejas de ser una muchacha viajando sola, deberías de buscarte otra cosa qué hacer…” Nunca le pareció bien que una mujer estuviera fuera de su casa y por eso hizo que la vida de la abuela Clarita girara en torno a su hogar. Para él, todo lo contrario. Mi mamá siempre sospechó que un muchacho de su secundaria era su hermano porque se parecía al abuelo. Una vez, cuando mi tía estaba recién casada, fue a verla una mujer muy parecida a mi mamá para decirle que eran hermanas. Quién sabe si ellos vayan a ir al velorio. No creo, no hay nada que heredar y fue un padre ausente.
Tal vez por eso mi mamá temía que el abuelo muriera mientras ella estaba lejos, porque la distancia te hace ver a las personas como son, como fueron. Lo veo tan claramente con todos sus defectos y sólo si me lo propongo puedo forzarme a recordar los buenos momentos, pero mi mente voluntariamente no quiere ir hacia allá. Me fijo en todo lo que le estaba permitido por ser un hombre de su tiempo; lo veo como una colección de errores, como un ser humano en lugar de mi adorado abuelo y me siento lejos, exiliada de sus brazos y de sus hombros que tantas veces me alzaron.
Recorremos las callejuelas de este “pueblo mágico” en lo que da la hora de irnos al aeropuerto. Todo me es muy desabrido, tan igual a cualquier otro pueblo pintoresco que se esfuerza por detenerse en el tiempo. Camino despacio en lo que el resto del equipo compra baratijas y recuerditos en los bazares. Un hombre me mira desde el umbral de su tienda de antigüedades; seguramente se pregunta si soy hombre o mujer.
—¡Amigo! —me llama—. ¡Espere! ¡Espere! ¡Tengo una foto de usted!
La curiosidad me obliga a detenerme y esperar en lo que él revuelve papeles. Me entrega una foto. Frente a una casita de rancho hay dos parejas que no conozco, pero también están mis abuelos. El abuelo tendría mi edad en esa foto y hasta parece que estamos usando la misma camisa, el mismo corte de pelo… Él ríe en la foto y siento que puedo oírlo celebrando un gol conmigo, dándome la bendición por las noches, enseñándome a usar una navaja, presumiendo a sus amigos que ya le gano en ajedrez y que soy la mejor en matemáticas. Deja de estar lejos y con todo y que fue José Alberto Vázquez Gutiérrez, un hombre hecho a su tiempo, vuelve a ser mi abuelo Chato, un pedazote de mi corazón y mi alegría.