Todos conocemos la historia de Scheherezade, la esposa del sultán Shahriar en Las mil y una noches, quien, para evitar morir decapitada, comienza a contarle una historia a su marido durante la puesta de sol, pero antes de que pueda terminarla, amanece y Scherezade consigue vivir un días más, pues el sultán esperará a que llegue la noche para saber cómo concluye el cuento. Así lo hace una, otra, otra y otra vez.
El simbolismo es muy claro: en ocasiones, narrar es mucho más que sólo contar historias. A veces, narrar no sólo nos redime, sino que nos salva la vida, como le sucedió a Scheherezade. Y otras, narrar preserva la vida. En el caso particular de la literatura, hay autores que sólo buscan contar una historia; otros que, mediante sus narraciones, buscan pasar a la posteridad; pero también están quienes reencuentran y recrean el sentido de la vida a través de la escritura. Y de eso hablaremos en este artículo, de cómo escribir puede otorgar nuevos significados a la propia existencia.
A este respecto, es importante hablar, aunque sea brevemente, de la escritura terapéutica. Es bien sabido que en ocasiones el arte puede redimir, pero uno de los primeros en plantearlo como un objeto de estudio formal fue el psicólogo estadounidense Ira Progoff, al crear, durante los años sesenta del siglo pasado, el método del intensive journal odiario intensivo. Progoff, discípulo de Carl Jung, propone escribir el diario en una carpeta con anillos que permita separar fácilmente los diferentes aspectos de la vida del autor. Desde luego, no se planea crear una gran obra literaria, sino que el escritor se conozca a sí mismo para sanar emocionalmente.
Antes de Progoff, sin embargo, ya habían existido varios autores que convirtieron sus tragedias personales en grandes novelas, cuentos o poemas. Con la magia que sólo puede dar la creación artística, moldearon sus tragedias para transformarlas en libros.
“Decíamos el día de ayer…”
Una de las anécdotas más divertidas e inspiradoras sobre la pasión de escribir corresponde al célebre poeta y filólogo español Fray Luis de León. Debido a ciertos problemas con otros frailes, fue acusado de herejía —principalmente por su traducción del Cantar de los cantares— y, aunque nunca tuvo sentencia, sí fue a dar a la cárcel en 1572 y permaneció tras las rejas durante cuatro años y nueve meses. Aun en prisión, no dejó de escribir poemas como la ingeniosa décima-graffitti: “Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado”.
Fray Luis tenía la costumbre de comenzar sus clases con la frase: “Decíamos el día de ayer…” —en el latín original Dicebamus hesterna die— para recapitular el último tema de la lección. Cuando salió de la cárcel y se reincorporó a la docencia, entró al salón de clases y dijo, tras casi media década de encierro, “Decíamos el día de ayer…”, como si nada hubiera pasado. Hasta el día de hoy, los historiadores serios debaten si esta anécdota fue cierta. Pero falsa o no, la historia de Fray Luis es un excelente ejemplo de cómo la escritura y el amor por las letras pueden ayudar en los peores momentos.
El recluta entre el centeno
Uno de los mejores libros para adolescentes jamás escrito es, sin duda, El guardián entre el centeno de J.D. Salinger. El libro habla sobre un muchacho al que expulsan de su preparatoria, un viaje a Nueva York, una crítica feroz a la hipocresía adulta y, aunque muchos no lo crean, de la Segunda Guerra Mundial.
Antes de la Guerra, Jerome David Salinger ya era un escritor reconocido que publicaba en prestigiosas revistas estadounidenses. Para su desgracia, fue llamado al servicio militar en 1942 y destinado al 12º Regimiento de la 4ª División de Infantería. De forma inevitable, la guerra lo obsesionaría durante el resto de su vida —una obsesión reflejada en D.B., el hermano mayor de Holden Caulfield, protagonista de su novela, que también participaría en el conflicto.
De acuerdo con Shane Salerno, quien dirigió el documental Salinger, que tratasobre la vida del escritor, “La guerra lo convirtió en artista, pero lo rompió como hombre […] la guerra es el fantasma en la máquina de todas sus historias”. Quizás, una buena consecuencia de la Segunda Guerra Mundial fue una de las mejores novelas para adolescentes jamás escritas, pues Salinger supo convertir los horrores en catarsis.
Algunos años antes hubo otra batalla que inspiró a grandes escritores, uno de ellos fue el creador de aquel “único anillo para gobernarlos a todos”.
La batalla del Somme
Considerada una de las más sangrientas y espantosas de la Gran Guerra, la Batalla del Somme, que duró de julio a noviembre de 1916 y que desde el primer día causó unas 57 mil 470 bajas británicas, tuvo un importante papel en la historia de la literatura de lengua inglesa.
Es difícil mencionar a los millones de soldados que participaron en Somme. Todos ellos enfrentaron los horrores y el sufrimiento de la guerra: la muerte de los compañeros, la adversa vida en las trincheras, la nula salubridad, el hambre, el pánico.
Entre los soldados que participaban, había un joven alemán llamado Adolf Hitler, quien resultó herido de una pierna. Pero él no era el único al que el destino le tenía reservado un lugar en la historia. También estaban Robert Graves, Ernest Hemingway, y en el bando inglés, un joven soldado que se convertiría en el padre de la literatura de fantasía tal como la conocemos: J.R.R. Tolkien.
No es difícil pensar que Mordor es una metáfora de la Batalla del Somme, ni que Sauron es el reflejo de la bélica Europa de esa época. Tolkien mismo escribió: “Ahora se veían a sí mismos como imágenes de una pesadilla hecha realidad, y no comprendían esta guerra ni por qué el destino los había puesto en semejante trance”.
Pero no todas las guerras y batallas que han inspirado a los escritores tienen que ver con batallones y ejércitos, ni con cárceles e injusticias. Algunas son internas, personales, y dejan como resultado la creación de personajes inmortales en el sentido más literal del término.
La niña vampiro de Nueva Orleáns
En 1976 se publicó Entrevista con el vampiro de Anne Rice. La historia, que se haría mundialmente famosa gracias a la adaptación cinematográfica de Neil Jordan en 1994, trata sobre una pareja de vampiros del siglo XIX, Louis y Lestat, que convierten en vampira a Claudia, una pequeña niña de cinco años, con el fin de salvarla de la muerte cuando la peste bubónica ataca Louisiana. Con el paso de los siglos, la ahora inmortal Claudia va madurando, pero su cuerpo sigue siendo el de una niña.
El personaje de Claudia es una catarsis, pues en realidad expresa el dolor de Rice por la muerte de su hija. La autora ha reconocido que escribió la novela poco antes de que su pequeña Michelle muriera de leucemia. Al principio no quiso reconocerlo, y aclara que la personalidad de Claudia —maquiavélica y manipuladora— no tiene absolutamente nada que ver con su niña. Aun así, la historia da testimonio de un deseo muy humano —y hasta cierto punto, vampírico—: la vida eterna de los seres queridos.
Desde Reading, con amor
Sería imposible repasar todos los casos en los que los escritores han usado la literatura para sanar o para resignificar los episodios más dolorosos de sus vidas. El mismo Stephen King ha declarado que escribió Misery mientras luchaba contra el alcoholismo —y su vicio se personifica en la psicótica enfermera Anne Wilkes. J.K. Rowling dice que los dementores, los guardias de Azkaban que roban la felicidad de la mente, son un símbolo de la depresión que ella vivió en carne propia. El gran Oscar Wilde escribió el poema “La balada de la cárcel de Reading” y la sublime epístola De Profundis, en los que narra el infierno que vivió en la prisión tras ser condenado por su homosexualidad. Los problemas abundan, pero, por suerte, sobran las palabras para resolverlos o, al menos, atenuarlos.