Dar lo mejor de sí en cualquier situación es una cualidad propia de personas dispuestas a alcanzar su máximo potencial, a someterse a altos estándares y a alcanzar los mejores resultados posibles. A menudo este buen rasgo de personalidad es llamado “perfeccionismo”, y tiene tan buenas connotaciones que el término se ha convertido en un lugar común.
Por ejemplo, cuando en las entrevistas de trabajo se pregunta por las debilidades del postulante, confesar ser un “perfeccionista” puede verse como una modesta declaración de que hasta en los peores momentos se buscará generar ganancias para los empleadores.
La verdad es que si el perfeccionismo y sus implicaciones se tomaran en serio, ser un perfeccionista sería lo último que alguien confesaría a su patrón. Los verdaderos perfeccionistas no sólo aspiran a la excelencia, sino que deliberadamente ignoran los límites de sus capacidades y del esfuerzo justo para que sus acciones resulten productivas. El verdadero perfeccionismo —un perfeccionismo radical, en cierto sentido— tiende, más bien, a lo autodestructivo.
La voluntad de dar lo mejor de sí es noble y es la manera más acertada de enfrentar los retos en cualquier ámbito de la vida. Pero dar lo mejor de sí implica también reconocer, por un lado, que nuestra mejor manera de actuar puede no ser suficiente en ciertos contextos y, por otro, que siempre habrá algo que escape a nuestro control.
Precisamente esto es lo que el perfeccionista pierde de vista. Él, o ella, pretende obtener resultados imposibles, no desde el punto de vista de sus propias capacidades, sino desde el punto de vista de los resultados mismos. Además, frecuentemente —y esto es quizá lo más nocivo— se casa con la idea de la excelencia como un camino sin errores, pero al no permitirse cometerlos, se condena a un estado de insatisfacción perpetua.
Lejos de mejorar su desempeño, el perfeccionista termina truncando su creatividad y su productividad. Al exigirse más que lo mejor, desborda su atención en detalles insignificantes, pues a su parecer la más mínima imperfección es inadmisible. De este modo, realiza infinitas revisiones e infinitos comienzos, impidiendo así su propio progreso.
En el peor de los casos, dejará las correcciones para después o concluirá que no vale la pena comenzar un proyecto que no promete la pulcritud del no errar o el éxito de un resultado positivo y excelente. Así, el perfeccionista descarta opciones sin siquiera intentarlas, ¡y se descubre padeciendo estrés crónico por exigirse tanto a sí mismo!
Resulta fácil imaginarnos a artistas o académicos perfeccionistas, pero, evidentemente, el perfeccionismo no es exclusivo de la esfera creativa; así, un vendedor puede ser perfeccionista respecto a sus habilidades de negociación. Y aun, el perfeccionismo puede también afectar la esfera de lo interpersonal. Un padre perfeccionista, por ejemplo, podría atender a la perfección todas las actividades escolares del hijo porque las considera importantes —y quizá, al mismo tiempo, minimizar las actividades que son importantes para el hijo.
Perfeccionismo radical
¿Somos perfeccionistas en este sentido radical? Para saberlo, es importante reconocer en qué aspectos de nuestra vida nos sentimos frustrados o deprimidos y por qué. Si nos cuesta trabajo lograr nuestras metas, habrá que preguntarnos la razón. ¿Es acaso que nos cuesta satisfacer nuestros propios estándares?; de ser así, ¿por qué nuestros estándares evitan que cumplamos con fechas de entrega, o que confiemos en los demás, o que hagamos algo espontáneo?
La frustración puede ser tomada como un llamado a detenernos, a meditar sobre nuestras emociones y a buscar maneras de actuar diferente, aunque en la práctica resulta difícil romper con los ciclos de pensamiento y comportamiento perfeccionista. Sin embargo, existen estrategias y acciones que dislocan el curso usual del perfeccionismo.
Estas estrategias requieren de prueba y error, pues no todas funcionan igual para cada individuo, e incluso pueden variar en su efectividad para una misma persona dependiendo de la situación. Tratar el perfeccionismo, entonces, implica cometer errores, y ése es precisamente el primer reto para el perfeccionista: admitir errores en la propia terapia. De hecho, un ejercicio primordial es, en todo momento, celebrar los errores.
Los errores son maestros
Que “equivocarse es la mejor manera de aprender” es otro cliché, pero eso no hace menos cierta la frase. El perfeccionista, sin embargo, olvida esta sencilla verdad y ve al error como nada menos que una catástrofe. Es preciso recordarle que los errores son maestros y que hay un inmenso valor en las cosas que no salen de acuerdo al plan.
Si aproximarnos a los resultados que deseamos nos deja sin fuerzas y mina nuestra sanidad mental, quizá no se trate de un problema de ejecución, sino de un error de planteamiento. Al pensar metas a futuro es bueno escribir un plan, detenerse a analizar qué expectativas son demasiado altas y reescribirlas de manera realista.
Una planeación realista puede ser igual de efectiva para el perfeccionista como para el procrastinador, pues los pendientes y anhelos se distribuyen en pequeñas tareas, que a su vez se distribuyen en pequeños pasos. Llevar a cabo un plan es seguir el orden en el que acomodamos esos pequeños pasos.
Por otra parte, así como se deben celebrar los errores, será importante celebrar también los esfuerzos diarios y reconocer un buen trabajo sin importar sus resultados. Usualmente este reconocimiento es un tipo de apoyo que brindamos a nuestros seres queridos, pero rara vez a nosotros mismos.
Puede resultar útil cambiar la perspectiva: si un amigo nuestro fuera un perfeccionista que aplaza todo porque cree que no está a la altura de la tarea que se ha propuesto, ¿qué le diríamos? Si supiéramos que el amigo en cuestión está calificado para realizar dicha tarea, pero vemos que lo único que lo paraliza es su miedo a equivocarse, ¿cómo le ayudaríamos? En general, intentar vernos desde afuera puede detener, o al menos disminuir, la autocrítica demasiado severa a la que nos sometemos en ocasiones.
La idea de que solamente seremos felices si alcanzamos algún ideal de perfección nos impide disfrutar de los deleites de la vida. Si uno se toma el tiempo de repasar los momentos en los que ha estado verdaderamente en paz y ha sido feliz, notará que tienen poco o nada qué ver con el éxito profesional, con el dinero o el poder, y también se dará cuenta de que aquellos momentos quizá se dieron en situaciones que estaban lejos de ser perfectas.
Si abandonamos la aspiración a una idealizada perfección, posiblemente tendremos más libertad para vivir plenamente, equivocarnos, aprender y descubrir que la perfección que realmente cuenta está en las imperfecciones de la vida.