En estos días secos, fríos y oscuros del fin de año, algunas empresas expresan su generosidad en la forma de un aguinaldo o una gratificación anual, y es común que con ese dinero extra muchos nos “demos un gustito” —y es que, ¿a quién no le gusta estrenar?—; pero, ¿te ha pasado que comprarte algo no te haga tan feliz como creías, que te invada el arrepentimiento —esa idea de que “no debiste haberlo hecho”— o, incluso, que te sientas culpable?
Uno pensaría que adquirir un nuevo bien material sería, de forma inequívoca, un hecho feliz y satisfactorio; pero cuando interviene nuestra mente, a veces pasa todo lo contrario. Psicólogos que estudian las motivaciones vinculadas a nuestro impulso de comprar y las reacciones que propicia el adquirir algo nuevo han observado interesantes patrones en los que la autoestima, la percepción de abundancia o escasez económicas, y nuestras expectativas juegan un papel crucial en en el grado de felicidad que una compra nos genera.
Sobre la autoestima, en un artículo para Psychology Today, Max Alberhasky afirma que “cada vez que se nos presenta una oportunidad de compra, tenemos la oportunidad de tomar una decisión que puede cambiar nuestra identidad y la forma en que nos percibimos a nosotros mismos; ya sea en una compra grande e importante como un automóvil, o en una pequeña como una comida, nuestra identidad a menudo interviene para guiarnos hacia una opción que se adapte mejor a quienes creemos que somos”.
En otras palabras, cada vez que estamos frente al anaquel del supermercado y elegimos el shampoo importado con extractos de plantas exóticas, avalado por una celebridad con un cabello espectacular —y que cuesta el doble de su versión económica—, una voz en nuestra cabeza parafrasea al comercial de tinte del siglo pasado al decir: “es un pequeño lujo, pero creo que me lo merezco”.
En estudios en los que se determinó el nivel de sana autoestima de un grupo de personas, se observó que aquellas con una pobre percepción de sí mismas tendían a comprar los artículos más baratos, aunque tuvieran la posibilidad de comprar algo más caro. Una conclusión de este hecho es que el bajo amor propio se expresa en la idea de “esto, y no más, es lo que merezco”; aunque no se descarta una compra razonada en la que se evalúa la necesidad real y la relación costo-beneficio del gasto… y se concluye que lo más sabio es no hacerlo.
Detrás de esta actitud prudente y conservadora con el dinero a menudo se encuentra la idea de estar “apretado” económicamente, sin importar si está fundamentada en hechos —por ejemplo, si perdiste el empleo— o si se trata de una mera percepción —como cuando un gasto imprevisto te deja con menos efectivo para gastar, pero tus gastos fijos están bien cubiertos—. Cuando estás en ese trance y “te das un gusto”, es probable que en lugar de sentir placer te invada una desazón y pensamientos recurrentes del tipo “Habría sido mejor ahorrar”.
Recuerdo que durante los años de mayor sequía en el freelance, recibí un pago y, por una vez en la vida, decidí regalarme unas vacaciones en la playa. Y aunque compré los boletos y reservé el hotel con seis meses de antelación, cuando llegó el momento de estar frente al mar no pude evitar recriminarme largamente por haber “despilfarrado” una suma que me habría dado para el súper y la renta de tres meses. Así, la felicidad de irme a la playa resultó ensombrecida por la culpa y la idea constante de la escasez material que me esperaba en casa.
En el otro lado de la moneda están emociones como la alegría o el júbilo después de la compra, las cuales a menudo derivan en un proceso de racionalización —la justificación mental positiva de por qué sí fue una buena decisión y de por qué te lo mereces— y desembocan en satisfacción y reafirmación de la autoestima. Concluimos que la felicidad no proviene del objeto ni de su valor monetario, sino del grado en que te sientes merecedor de él y de cuán prudente u oportuna crees que fue tu decisión de compra. O sea, de aprobarte y aprobar tu acción.
Son curiosos los mecanismos psicológicos de deseo y recompensa que se activan con las compras. Por un lado, tenemos un bombardeo mediático y una sociedad que incita al consumo, a la definición del ser a partir del tener y del merecer, y a una noción de éxito asentada en lo material; por otro, hay elaboraciones mentales en las que la propia valía se cuenta en pesos —o dólares— y en el cumplimiento de las expectativas de otros; también está la justa idea de que “para eso trabajamos” y, por último, tenemos a la creencia velada de que satisfaciendo nuestros deseos, comprando y teniendo cosas es como se alcanza la felicidad.
Todo un embrollo. Quizá por eso a veces uno termina abrumado, confundido, confrontado y, lo peor… otra vez regalándose calcetines en Navidad.