No sé cuántas fotos he recibido de partes corporales de otras personas a través de internet —o, como le llamamos los cibernautas, nudes—, pero seguro son cientos. Una vez tuve un pack: un paquete secreto, encriptado con contraseña para desencriptar, en el que estaban reunidas las primeras cien que recibí, clasificadas por persona y circunstancia en que llegó a mí. Y al decir persona me refiero al usuario y la red en que las recibí, ya que es raro que se usen los nombres propios reales en estas circunstancias. Tampoco sé si el número de fotos que yo he compartido es menor o mayor al de las que he recibido, pero supongo que son cifras similares.
Lo cierto es que, durante años, llevé una doble vida: en el meatspace [1] era un respetado contador, eficiente, serio, reservado y formal, tenía una novia y planes de casarnos algún día y formar una familia. Pero al terminar de trabajar comenzaba mi vida oculta: abría alguna de las múltiples redes sociales a las que estaba suscrito —con el mismo pseudónimo en todas ellas— y comenzaba a revisar mis interacciones.
A cuántas personas les habían gustado mis publicaciones y habían dejado su like —o “me gusta”, o como sea que cada red decida llamarle—, cuántas veces había sido compartida o retuiteada mi imagen o publicación, cuántos mensajes directos o privados recibí, si eran intrascendentes, si alguien quería que yo hiciera algo por ellos o si era alguien buscando un encuentro más cercano con el autor de tan candentes textos con imagen.
Porque mi especialidad era lo que en Twitter se llama sextuiteo: extendiendo al límite las libertades de cada red, publicaba imágenes explícitas —obtenidas en el buscador de siempre, sin dar crédito a los autores de la imagen— y las acompañaba de textos con cierto valor literario pero pensados más bien para provocar, confrontar y dar la idea de que era yo la persona de más amplio criterio y de que, conmigo, el sexo —así sea el virtual— sería una experiencia insuperable.
De las primeras veces, recuerdo la emoción de recibir un mensaje alentador, con esa mezcla entre inocencia y picardía, en que la chica en cuestión revelaba veladamente la disposición para intercambiar fotos de desnudos. Propios, por supuesto. Recuerdo cómo la charla llegaba “sin querer” a los gustos a la hora de hacer el amor, a qué ropa traía puesta, a qué prefería, si dominar o ser dominada, o si alguna prenda o algún juego de roles le excitaba. Poco a poco, las fotos que por turnos íbamos compartiendo subían de tono. A veces la misma aplicación permitía que a una foto muy explícita se le pusiera encima una imagen como forma de censura, dejando solo entrever que atrás de ese emoticon había algo que pocas personas —solo unas decenas— habían visto antes.
En algunas ocasiones esto derivaba en cibersexo: cada quien narraba qué haría si es que estuviésemos realmente juntos en el mismo cuarto, cómo acariciaría su espalda, cómo recorrería su piel, cómo sus gemidos me harían excitar sin control. Eso podría ir aparejado con la autoestimulación, la cual quedaba también evidenciada en las fotos o videos que se compartían al final de la sesión: sus manos mojadas, mi torso salpicado con esa tinta blanca con la que, cada noche, acababa de escribir un episodio más de mi vida de casanova virtual.
Pero todo por servir se acaba: después de un par de años de hacer esto, me aburrí de la rutina de cortejar, ganar confianza, proponer, asegurar que sus imágenes no iban a circular por todo el internet en packs que muchos comparten sin permiso de sus autores. En vez de cerrar ese capítulo en vida y dedicarme a la familia que ahora ya contaba con una nueva personita, me hundí más en mis secretos. Lo más curioso es que con mi mujer nunca había llegado a ese intercambio y yo sabía que ella no era alguien pudorosa sino de mentalidad abierta y sana sexualidad.
Había leído que especialistas en sexología recomendaban ese tipo de acercamiento para fortalecer los lazos de una pareja y lo consideré una posibilidad, pero mi mente ya estaba algo distorsionada: ya no me interesaba otra cosa que conseguir imágenes de más y más mujeres o, al menos, que ellas aceptaran recibir un desnudo mío. Lo que no sabían es que yo no era feliz con mi cuerpo y que lo que recibían había pasado por las manos de un software de manipulación de imágenes que me había quitado la barriga y hecho de mis atributos casi una imposibilidad física.
Un día recibí una foto mía con el mensaje que tanto temía: querían una fuerte suma de dinero si no quería que compartieran esa imagen con mis contactos. Era una de mis primeras fotos y no había cuidado que no se me viera el rostro, ni un tatuaje muy reconocible e incluso por la ventana se podía ver un edificio con el cual sabrían mi rumbo. Todo esto no tuve que descubrirlo yo: me lo dijo el chantajista para darme a entender que no tenía muchas posibilidades de salir bien librado de esta situación.
Fueron dos semanas de negociaciones en las que yo decía que no tenía ese dinero. El sufrimiento que pasé en esas dos semanas me resultó mucho más intenso que el placer que pude haber derivado de mi inocuo intercambio de fotos de desnudos, pues como en cualquier otra adicción, de pronto lo que antes era satisfactorio se vuelve insuficiente y uno busca más y más para lograr el mismo golpe de adrenalina que al principio.
En un gesto inútil, borré todas las fotos que tenía, mías o de otras personas, cerré mis cuentas, traté de desaparecer del mundo virtual. A la mañana siguiente, siempre estaba ahí un mensaje, detallando lo que yo había hecho y qué tan inútil resultaba, puesto que aún tenían en su poder esa imagen que sería mi ruina social y la lista de contactos que seguramente condenaría mi desliz virtual.
Mi agonía terminó de manera abrupta, al mismo tiempo que mi vida de pareja. Quien había sustraído esa imagen del respaldo de mi cuenta era mi esposa, quien consiguió entrar a todas mis cuentas, descubrir hasta el más mínimo detalle de mis interacciones, mis intercambios, mis engaños. Ahora vivo solo, veo a mi hija dos veces al mes y la vida cibersexual ya no tiene el gusto que solía tener para mí. [2]
[1] Meatspace: espacio “de carne y hueso” —meat es carne en inglés—, lo opuesto de ciberespacio o realidad virtual.
[2] Este texto fue elaborado basándose en testimonios de diversas fuentes, no es la confesión de una persona en particular aunque, por razones de edición, se intente dar esa impresión.