Confesiones de un ‘workaholic’

Confesiones de un 'workaholic'
Miguel Ángel Hernández Acosta

Miguel Ángel Hernández Acosta

Andanzas

Hola, mi nombre es Miguel Ángel y fui un trabajoadicto.

Todo empezó cuando me enteré de que los egresados de la licenciatura en ciencias de la comunicación sobraban en México. Como yo era uno de ellos, cuando conseguí un empleo —mal pagado y demandante— me sentí el ser más dichoso. Durante el primer año, busqué destacar trabajando catorce horas al día y evitando decir la palabra no. Al poco tiempo, adquirí un teléfono celular y mi jefe fue el primero en tener mi número; así, podría localizarme a cualquier hora y comprobar que yo era el trabajador más eficiente. Sus llamadas entraban los viernes por la noche, los sábados —en especial si me encontraba en el cine— y hasta los domingos, en que interrumpía las comidas familiares para ir a la oficina a realizar cualquier pendiente. A los dos años, me había convertido en el mejor empleado y había conseguido que me pagaran una hora extra: premio innecesario, pues a mí lo que me interesaba era ser funcional y servir de la mejor manera.

Lo confieso, a veces me sentía exhausto, pero sólo tenía que recordar que cada año se recibían miles de estudiantes de comunicación para saberme bendecido de tener un trabajo. Con esto en mente, aceptaba montar guardias los días feriados, durante las vacaciones y, si era necesario, incluso dormía en la oficina a la espera de alguna información importante —que nunca llegaba a medianoche, ni en la madrugada, pero más valía estar al pendiente.

Los directivos se aprendieron mi nombre, me saludaban cuando nos encontrábamos en los pasillos y yo, acompañado de algún otro empleado que no se esforzaba tanto, me pavoneaba porque a mí sí me reconocían por ser el trabajador modelo que “se había puesto la camiseta de la empresa”, cuya labor permitía que la corporación entera avanzara. Cuántas veces soñé con que en la oficina hubiera uno de esos marcos con la foto del empleado del mes. ¿Quién podría arrebatarme ese puesto?

Llegó un punto en que desayunaba, comía y cenaba en la oficina —de prisa, para aprovechar mejor el tiempo— y, cuando mi jefe se despedía a las diez de la noche, pensaba que aquellos informes que le enviaba a las once de la noche eran muestra de que si el mundo se derrumbaba, había alguien que se lo reportaría al instante.

Sin embargo, después de doce años de trabajar en esa oficina, un día salí para nunca volver. La recompensa económica que obtuve —mucho más pequeña de lo que esperaba— fue a costa de mi antigüedad laboral. Todos me dijeron adiós, resaltaron mis virtudes y, al día siguiente, continuaron como si nada: otro reportaba a las once de la noche y otro era el que creía que, ante la falta de empleo y el exceso de jóvenes ávidos de ocupar su plaza, era necesario dejar la vida en aquel trabajo.

Por mi parte, primero sentí que las cosas no podían ser así de simples, que ese nuevo empleo de seis horas y media no era suficiente. Ansioso por tener tanto tiempo libre en mi día, terminé por desayunar en familia, comer con mi hijo, ayudarle a hacer la tarea y platicar con mi esposa después de que el niño se durmiera.

Un día me encontré con un reportaje sobre la adicción al trabajo, en el que la doctora Erika Villavicencio Ayub —investigadora y profesora de psicología ocupacional de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México— recomendaba aplicar la regla de las tres veces ocho: ocho horas de trabajo, ocho horas de recreación, ejercicio y ocio, y ocho horas de descanso.

Al principio, me pareció difícil aplicar la regla, ya que en un mundo laboral tan competitivo como el nuestro, si uno no acepta un puesto de doce horas, habrá otro que sí lo haga. Sin embargo, ¿qué tan buenos trabajadores somos cumpliendo ese tipo de jornada? Sólo ahora que estoy fuera de aquel trabajo, reconozco los tiempos muertos que gastaba en la oficina y que la calidad disminuía cuando excedía las ocho horas laborales. También me doy cuenta de que no era un buen trabajador, ni un buen esposo, ni un buen padre, ni un buen ciudadano.

La investigadora universitaria apuntaba en aquel texto que las jornadas laborales muy extensas generan un desempeño pobre, deterioro físico y mental, e incrementan las posibilidades de desarrollar ciertas patologías o de sufrir un infarto. Además, al descuidar a la familia, ocasionan problemas extralaborales. Todo esto produce aislamiento, ansiedad constante, depresión y demás trastornos psicológicos, y puede incrementar el consumo de alcohol, café, tabaco, fármacos e incluso drogas.

Claro, de lo anterior no nos damos cuenta los adictos al trabajo. Estamos tan inmersos en nuestro mundo, en la idea de que el exceso de trabajo engrandece, que nos negamos a aceptar que el trabajo nos produce un placer similar al que experimenta un drogadicto. Sin embargo, algunos podrían percibir “ventajas” en esta adicción: libera de las responsabilidades relacionadas con todo lo que ocurre mientras se está trabajando y proporciona un disfraz que muestra a quien lo usa como una persona responsable y comprometida con su empleo, como un ser enaltecido por los valores que confiere el trabajo. ¿Y después?

Después abandonamos los empleos y nos damos cuenta de que somos reemplazables. Pero ya perdimos un mes o diez años del mundo que gira fuera de la oficina. Descubrimos que no somos millonarios, que nos perdimos cientos de películas, que no conocemos las series de televisión de las que otros hablan; olvidamos cómo es una paseo al atardecer y que el teléfono celular también sirve para cuestiones personales… Comenzamos a recordar aquellos tiempos en los que el trabajo tenía un horario de entrada y otro de salida y, finalizada la jornada, a nadie se le ocurría molestarnos con asuntos laborales; al llegar a casa, nos quitábamos el uniforme de trabajador en la puerta y nos convertíamos en una persona más, con gustos y temas de conversación variados, sin urticaria atópica por el estrés laboral…

Soy Miguel Ángel y fui un adicto al trabajo. Ahora, cada vez que excedo las ocho horas laborales, me tomo un minuto para recordar que más allá del trabajo hay otro mundo, y que en ese sí no hay quien me reemplace. Entonces dejo a un lado lo que aún falta por hacer y salgo a vivir.

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