Creatividad infantil: el secreto para cambiar el mundo

Creatividad infantil: el secreto para cambiar el mundo
Franz De Paula

Franz De Paula

Creatividad

La escuela debería impartir más imaginación que conocimiento. La primera, que es más importante, te lleva a la segunda, que es su consecuencia. Pero si sólo sabes cosas y no sabes imaginar, eres estéril como tierra seca.

Cada niño, como cada humano, posee algo propio y excepcional. Lo primero que deberíamos aprender es que nadie empata con nadie porque a cada uno nos corresponde nuestra propia categoría. La premisa de competir no sirve, sólo inflama la disparidad. La idea es buscar, desde pequeños, en qué consiste tu propia unicidad, eso que te hace único y que te distingue de cualquier otro ser humano. Cada niño del mundo tiene derecho a ser diferente y a no ser importunado, sino alentado por eso. Cada niño debería aprender a experimentar consigo mismo y con el mundo, a cruzar sus propios límites, a encontrar su pasión y a dejarse enloquecer por ella.

Desde pequeños nos enseñan a encajar en huecos predeterminados del sistema, a complacer el criterio de “perfección” de alguien más, a competir y a ganar. Esa etiqueta de perfeccionismo con la que nos adoctrinan casi desde que nacemos tiene un doble filo. Nos recompensaban por sacar altas calificaciones o por ser el vencedor en todas las competencias; la desventaja de este fomento al premio es que va engendrando cierta oposición a hacer nada que sea menos que perfecto. Como consecuencia, la mayoría prefiere quedarse inmóvil, siente miedo de hacer preguntas, de alzar la cabeza, así que muchos optan por no hacer para no equivocarse. Pero no equivocarse equivale a vivir prisionero de tu miedo. En realidad, el equivocarte y tener la soltura para descubrir caminos nuevos es lo que le da sentido al proceso creativo. No existe el fracaso ni el éxito, sólo la percepción de tu experiencia.

La educación no debería fomentar las etiquetas. Para mí, la educación se trata de pasión, de curiosidad, de imaginación, de empatía, de pensamiento crítico. Se trata no de una figura autoritaria sobre un estrado esclareciendo la verdad absoluta, sino de compartir diferentes perspectivas, de cuestionarlo todo y a todos. Se trata del trabajo rudo para desarrollar tu habilidad y tu persistencia en tiempos difíciles; de expresarte, crear y transformar, de explorar el mundo y conocer la naturaleza y reconocerte en ella, porque somos lo mismo. La educación debería ayudarnos a componer la mejor versión de nosotros mismos, a encontrar un beneficio mutuo con el mundo y a dejarlo mejor que cuando lo encontramos. Se trata de amar aprender.

Y esto nos concierne a todos, porque a todos nos interesan cosas y nos llama la atención saber más sobre ellas. Por eso, los grupos de gente en la nueva educación no deberían componerse de niños uniformados y sentados en una retícula perfecta de pupitres en distancias a prueba de “copias”. La dinámica no debería consistir en ocultar las respuestas con el brazo, sino en colaborar, retroalimentarnos. El criterio para formar uno de estos grupos debería ser el interés y no la edad, pues las ganas de aprender algo es lo que nos une. Aprender de qué están hechas las plantas o a tocar el piano no tiene distinción para una persona vieja que para una joven, siempre y cuando cualquiera de ellas esté interesada. No importa cuánto dinero tenga nadie o dónde vivan o cómo se vistan: todos queremos ser nosotros mismos y lo que importa es aprender. Desde que nacemos somos libres para hacerlo.

Hay muchos problemas con el sistema educativo que tenemos. Para empezar, los cambios que se le han hecho en el último siglo no han alcanzado a todos, por lo que el sistema educativo tradicional funciona, en cierto modo, casi igual que hace cien años: no incita la creatividad, más bien la limita. Las clases, muchas veces, son una dictadura que sólo funciona con sus reglas en su espacio y en sus circunstancias, porque fuera de ellas esas reglas no tienen el menor sentido. Las clases son juegos de poder, no de imaginación. Las calificaciones jamás han importado, son lo más irrelevante del mundo. La vida no es como la escuela, la escuela debería ser como la vida.

Si a un niño le regalas Alicia en el país de las maravillas en lugar de un celular, lo exhortas a que su cabecita funcione de una forma más creativa y más crítica. Tendría quizá más disposición a vivir experiencias y no a ver todo a través de un simulador, y querría experimentar el mundo y su gente y su cuerpo y su mente. Cuando un niño se aburre en la escuela, la mayor parte de las veces no es culpa suya. Por supuesto hay casos de apatía apabullante y muchos de ellos se derivan del trato de los padres, que intentan amortiguarle la vida a los hijos, en lugar de dejarlos vivir. Nadie aprende matemáticas en condición de abuso o tormento. Lo único que aprendes es el sabor de la injusticia. El mundo es así, ciertamente; pero deberíamos preparar a los niños para transformar al mundo, no para resignarse a él.

Lo que mueve al mundo son las grandes historias. Aún así, la mejor historia mal contada es peor que un yunque de aburrimiento. Los niños deberían familiarizarse con el uso del lenguaje para narrar y mover al mundo. Deberían aprender las historias de la gente que construyó el mundo que ellos dan por hecho. A todos, desde chicos, deberían enseñarnos que esas personas eran iguales a nosotros, eran reales. Todos tenemos sueños, pero no todos los seguimos. La historia es el árbol genealógico de nuestra inspiración.

Que los niños aprendan a inspirarse en las grandes historias para luego  crear la suya: ésa debería ser nuestra premisa educativa, la que exhorte la creatividad, la exploración, la libertad mental, el amor por imaginar y por conocer. Ellos ya son creativos por naturaleza, como lo fuiste tú a esa edad. No necesitamos enseñarles a serlo; exhortémoslos, entonces, a explotar su potencial y su capacidad de asombro en niveles extraordinarios, inimaginables. El genio es el que se permitió seguir siendo niño.

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