¿Cuál es la diferencia entre estrés agudo y estrés crónico?

¿Cuál es la diferencia entre estrés agudo y estrés crónico?
Francisco Masse

Francisco Masse

Mente y espíritu

Todos, creo, hemos experimentado el estrés a lo largo de nuestras vidas, en mayor o menor medida. De hecho, si se le mira desde el punto de vista biológico y evolutivo, se trata nada menos de la humana reacción del “pelea o huye” —fight or flee, en inglés— que nos permite reaccionar ágilmente ante un peligro, un depredador o una situación que podría terminar con nuestra vida o la de los nuestros. Pero, entonces, ¿qué tiene de malo el estrés cuando es agudo o crónico, y cuál es la diferencia entre estos dos conceptos?

En un artículo para National Geographic, la doctora Lynn Bufka, psicóloga especialista en estrés de la Asociación Psicológica de Estados Unidos —APA, por sus siglas en inglés—, define el estrés agudo como el momento “cuando nuestros recursos —físicos, monetarios, energéticos o de tiempo— no pueden seguirle el ritmo a las demandas de nuestra vida”.

De acuerdo con Bufka, el estrés agudo es intenso, pero pasajero, y de una u otra manera se resuelve; además, se puede dividir en dos tipos: distress o “aflicción”, que es provocado por experiencias y eventos negativos tales como una pelea con la pareja, un choque automovilístico o ser víctima de un asalto a mano armada; y eustress o “estrés benéfico”, provocado por eventos significativos o agobiantes, pero positivos y placenteros: organizar tu boda, viajar al extranjero, estrenar una obra de teatro o participar en una concurso de oratoria.

Preocupado

Cuando uno de estos dos tipos de estrés se presenta, las reacciones orgánicas son más o menos las mismas: aumento de la frecuencia cardiaca, sudor de manos, escalofrío, tensión muscular y, a nivel interno, segregación de hormonas como la adrenalina y el cortisol, que nos preparan para “pelear o salir corriendo” —o bueno, casi siempre, excepto en el caso de las bodas… espero.

El problema inicia cuando el evento o la sensación de peligro se prolongan, la resolución no parece llegar y el estrés, con todos sus efectos, se prolonga por días, semanas o hasta años. Hablamos, claro, de una relación tóxica o con violencia, de un empleo infernal, de una guerra, de un proceso de divorcio tortuoso o de cualquier otra circunstancia en la que el cavernícola que llevamos dentro se quedó encerrado en una cueva con un tigre dientes de sable que puede atacar en cualquier momento y su precaria situación se extiende indefinidamente.

Y si decimos que el problema inicia, es precisamente porque esta segregación continua de las hormonas del estrés tiene repercusiones en la salud de todo el cuerpo: se alteran los ciclos de sueño y surgen insomnios o somnolencias diurnas, lo que a su vez trastoca los patrones de apetito y empezamos a comer de más —casi siempre— o de menos, lo cual resulta en obesidad o malnutrición, diabetes o trastornos gastrointestinales. Y ya ni hablar de quienes, para sobrellevar sus emociones, recurren a la nicotina, al alcohol, a fármacos o a conductas de riesgo: un riesgo indirecto, pero igualmente mortal. Por último, vienen las consecuencias a nivel mental y psicológico:irritabilidad, depresión, hipervigilancia, insomnio, ansiedad generalizada; y, de ahí, saltamos a diarreas frecuentes, dolores musculares, acné, baja libido, pérdida de interés en actividades que antes resultaban placenteras y aislamiento social. Una catástrofe corporal, mental y anímica.

Sepultado en estrés

¿Qué hacer? En el citado texto, Bufka recomienda primero distinguir entre aquello que se puede arreglar y lo que no: por ejemplo, haber perdido el empleo es algo incontrolable y que no se puede solucionar unilateralmente, pero en otros casos se puede optar por hacer cambios vitales para eliminar la fuente de estrés: renunciar al empleo infernal o terminar la relación tóxica, si bien no son decisiones sencillas casi siempre apuntan hacia un bien mayor.

Otras recomendaciones son de índole mental y tienen que ver con lo que nos decimos a nosotros mismos —el diálogo interno— y que a menudo, aunque de forma inconsciente, tiende a agudizar la experiencia del estrés. Platicar tu tragedia a la gente, por ejemplo, puede ser una forma de construir redes de apoyo; pero si lo haces una y otra vez, en realidad estás victimizándote y reafirmando ideas como “Estas cosas sólo me pasan a mí” o “Me lo merezco por…”.

Finalmente, también hay que aprender a mirar las cosas con perspectiva y, hasta cierto punto, aceptar una dosis de dolor, pérdidas y problemas como parte intrínseca e ineludible de la vida. Y yo añadiría: no exagerar, no tomárselo personal ni asumir una actitud mental en la que tú y tus problemas son el centro del universo. Armar una tormenta en un vaso de agua o hacer de la pobreza, miseria; algo que todos hemos hecho alguna vez en la vida, ¿a poco no?…

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