El llamado padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, sintetizó en una frase la crucial importancia que tienen los primeros años de existencia en el posterior desarrollo de la personalidad: “Infancia es destino”. Años después, John Bowlby y Mary Ainsworth desarrollaron la teoría del apego, la cual afirma que el tipo de relación que en nuestros primeros meses de vida tuvimos con las personas que nos cuidaban determina nuestro carácter y el tenor de las relaciones que establecemos de adultos, y junto con otras investigadoras categorizaron cuatro distintos tipos de apego emocional.
Pero, antes de entrar a la clasificación, empecemos por explicar ciertos conceptos básicos y cómo los investigadores llegaron a ellos…
¿Qué es el apego?
John Bowlby nació a principios del siglo XX en Londres, Inglaterra, en una familia aristocrática. Su padre era un eminente médico militar y él estudió la carrera de psicología en el prestigioso Trinity College de la Universidad de Cambridge, de donde se graduó con honores. En la década de 1930, trabajó como psiquiatra en una clínica londinense donde se atendía a niños perturbados emocionalmente, y esa experiencia le sirvió como base para considerar la importancia de la relación con la madre para el posterior desarrollo emocional, social y cognitivo del infante.
Según el británico, durante la prehistoria del género humano una cría tenía muchas más posibilidades de sobrevivir y de propagar la especie si permanecía cerca de la madre —o, al menos, de un adulto que cuidara de ella—; de este modo, dentro de sus procesos evolutivos, madres e hijos desarrollaron una necesidad biológica de permanecer juntos, y esta conducta se reafirmó con una marcada y duradera carga emocional.
Así, Bowlby definió al apego como “una conexión psicológica perdurable entre dos seres humanos” y puede entenderse también como un estrecho vínculo emocional o de afecto. Este apego se establece primeramente con la persona adulta que nos cuidó en la primera infancia —a menudo, la madre—, y su naturaleza se va definiendo mediante una serie de conductas o “transacciones de apego, que no son sino un proceso continuo de búsqueda y mantenimiento de un cierto nivel de proximidad con otro individuo específico”.
Poniendo lo anterior en palabras más simples, desde la prehistoria hasta hoy, cuando los bebés sienten miedo, hambre, dolor o frío, buscan acercarse a la madre para sentirse protegidos, alimentados, reconfortados y seguros. En la medida que las necesidades de la cría sean cubiertas —que la mamá acuda a su llamado, la alimente, la cubra, la reconforte o la defienda— oportuna y satisfactoriamente, la cría mantendrá el vínculo evolutivo y emocional con la madre o con la persona que se hace cargo de su crianza, que puede ser el padre, la abuela, el abuelo o —como fue en mi caso— una tía.
La “situación extraña”
Entra en escena la psicóloga estadounidense Mary Dinsmore Salter, una niña genio nacida en el estado de Ohio en 1913, capaz de leer desde los tres años y que, según sus propios recuentos, vivió en carne propia las consecuencias de tener una madre celosa de ella por la estrecha relación que tenía con su padre. Mary se educó en la Universidad de Toronto, donde cursó licenciatura, maestría y doctorado, el cual obtuvo en 1939. Se enroló en el ejercito canadiense durante la Segunda Guerra Mundial y, al fin de ésta, se casó con Leonard Ainsworth, de quien tomó el apellido. Juntos, viajaron a Londres para que él pudiera terminar su doctorado y ahí fue donde la ahora Mary Ainsworth pudo trabajar con John Bowlby y realizar importantes investigaciones sobre la teoría del apego.
La principal aportación de Ainsworth fue el diseño del experimento de “la situación extraña”, en el cual un bebé de nueve a dieciocho meses es llevado a un entorno desconocido con su madre y es dejado libre para explorarlo; al tiempo, un extraño ingresa al entorno y se aproxima al bebé, después la madre deja el lugar y regresa tras haber dejado al niño a solas con el extraño. La disposición a explorar, la ansiedad de ser separado de su madre, la ansiedad causada por el individuo extraño y la reacción ante el regreso de la madre fueron registradas y divididas en tres categorías:
Seguro (secure): el bebé explora el entorno sin perder de vista a la madre, se muestra ansioso ante la separación, es amigable con el extraño cuando mamá está presente y receloso cuando está a solas, y recibe con gusto a la madre cuando ésta regresa. Este tipo de apego se caracteriza por la confianza, por la capacidad de adaptación ante el abandono y por la creencia de que uno es digno de ser amado, teniéndose a sí mismo y a los demás en alta estima; todo ello, según los expertos, porque su madre es sistemáticamente capaz de atender sus necesidades y, por lo tanto, es una figura materna confiable.
Ansioso (resistant/ambivalent): el bebé llora más y explora menos que los demás, se muestra extremadamente ansioso ante la separación, evita y muestra temor al extraño, y al regresar la madre se acerca a él, pero rechaza la proximidad física. A quienes desarrollan esta clase de apego les preocupa que los demás no correspondan su deseo de intimidad y proximidad física, pues de niños aprendieron que su madre no era confiable, ya que no era capaz de atender sus necesidades, así que se formaron una imagen negativa de sí mismos —la idea de “debe de haber algo mal en mí”— y un modelo positivo de los demás.
Evitativo (avoidant): el bebé no muestra ansiedad alguna ante la ausencia de la madre, no le incomoda la presencia del extraño, se comporta normalmente al estar a solas con él, y es indiferente ante el regreso de la madre. Esta conducta respondería a una serie de ocasiones en que la madre rechazó o ignoró los intentos de intimidad física y el bebé o la pequeña internalizaron la idea de que no pueden confiar en esa, ni en ninguna otra relación emocional: una alta estima hacia sí mismos y una idea negativa de los demás.
Un par de décadas después, en 1986, Mary Main y Judith Solomon descubrieron que las reacciones de un gran porcentaje de los niños no encajaba con los tres tipos antes descritos, por lo que formularon un cuarto tipo de apego: el desorganizado o temeroso, en el que los bebés muestran conductas erráticas, se quedan “congelados” o son contradictorios. Las investigadoras analizaron a los padres de estos niños y hallaron que tenían traumas sin resolver, por lo que se mostraban como personas temerosas y/o temibles, lo que genera confusión en los infantes por la necesidad de confiar en alguien que los asusta.
En la vida adulta
Más allá de los interesantes hallazgos de Bowlby, Ainsworth, Main y Solomon, resulta asombroso el impacto que estos tipos de apego infantiles tienen en nuestra vida emocional adulta. Por ejemplo, no se necesita demasiada imaginación para suponer que quienes gozaron de un apego seguro tienen una facilidad o una proclividad mayor a establecer relaciones emocionales sanas, se sienten cómodos consigo mismos y con los demás en la intimidad, y pueden balancear la dependencia y la independencia en sus relaciones.
Caso contrario es el de quienes desarrollaron un apego ansioso o preocupado, pues en general se trata de adultos demandantes, dependientes y con una terrible necesidad de intimidad, aprobación y validación, debido a que tienen en alta estima a los demás, pero están llenos de dudas sobre su propio valor. El apego evitativo o rechazador, por su parte, produce adultos desconfiados que rechazan a la gente que busca intimidad con ellos o se alejan de ella, e incluso pueden buscar pretextos para terminar relaciones que pintaban para ser duraderas, pues en el fondo tienen la idea de que no se puede confiar en nadie.
Por último, los de apego desordenado o temeroso preferirán las relaciones superficiales y ocasionales sin establecer compromiso, y aunque se involucren siempre mantendrán su distancia pues se sienten más cómodos sin acercarse demasiado a otras personas; como dato curioso, de los cuatro estilos de apego éste es el que tiene un mayor número de parejas sexuales. Como siempre sucede con estas clasificaciones, uno puede sentir que encaja con uno o con varios perfiles, pero sólo un profesional puede realizar un diagnóstico preciso.
Además de afectar y, hasta cierto punto, determinar las relaciones afectivas de pareja, los tipos de apego influyen también en el estilo con el que educamos a nuestros hijos, pues a menudo tenemos la tendencia a replicar la relación que tuvimos con nuestros padres en la que tenemos con nuestros hijos. Todo lo anterior, más allá de saciar nuestra curiosidad —o nuestro morbo— puede tomarse como una invitación a, en la medida de las posibilidades de cada uno, acudir a un especialista para sanar heridas del pasado, adquirir mayor conciencia y cortar con esa incesante sucesión hereditaria de rechazos, lejanías e indiferencias que parecen ser la raíz de muchas relaciones personales fallidas.