Con frecuencia, este humilde sombrerero loco piensa que nació en un tiempo equivocado. Y no, no me refiero a los tiempos de Lewis Carroll: si uno pudiese elegir el momento y el lugar de su nacimiento, yo sin duda habría optado por el momento justo para haber sido joven a mediados de los años sesenta; y no, tampoco me habría decantado por las costas californianas o por el San Francisco que vio el surgimiento del llamado “Verano del Amor”.
Mi sitio ideal en la historia es la revolución contracultural surgida en Londres y conocida como el “swinging London”. En esos años, y durante los primeros de la década siguiente, los Beatles volaron hasta alcanzar el Sol para desvanecerse poco después; eran los días de Sus Satánicas Majestades, los Rolling Stones, del insuperable Pink Floyd, del nacimiento del progresivo de mano del rey carmesí, King Crimson, de la energía de The Who; también vieron la luz —o, más bien, la oscuridad— bandas como Led Zeppelin y Black Sabbath.
Del otro lado del Atlántico, Elvis Presley y sus contemporáneos habían cedido lugar a la escena psicodélica, que se oponía a la guerra de Vietnam. En América, Jim Morrison abría las puertas de la percepción con The Doors, los Jefferson Airplane perseguían un conejo blanco —¡y dale con Lewis Carroll!— en estado lisérgico, al igual que Grateful Dead, y Jimi Hendrix besaba el cielo envuelto en neblina morada. Y no olvidemos, claro, a la “bruja cósmica”, Janis Joplin, y al gran chamán de la guitarra eléctrica, nuestro paisano Carlos Santana.
Después de este breve salto nostálgico a unos días que jamás viví, regresemos al siglo XXI, a la era de Trump, de la crisis climática y, claro, de internet y las redes sociales. Navegando en esas agitadas y peligrosas aguas, un día encontré una hermosa infografía animada que mostraba, con asombrosa precisión y de modo interactivo, a los diez artistas de música en inglés con más ventas en los últimos cincuenta años, desde 1969 hasta la fecha.
Haciendo un lado el atractivo sensorial de esta animación, el panorama en lo personal me pareció desolador: alrededor de 1980, con el salto a la fama de Michael Jackson y, unos años después, de Madonna, el pop destronó al rock. En la década siguiente, sólo Queen, Metallica y Nirvana logran mantener ondeando el ya vapuleado estandarte del rock. Después, ya todo es caída en picada, con Justin Bieber, Rihanna y el género “urbano” de Drake, Jay Z y sus comparsas.
Hace un par de años apenas, lo anterior habría engendrado en mí una serie de condenas dirigidas a lo reprobable, insulso y plástico de la música actual. Pero hoy, con la madurez que obsequian los años y los porrazos de la vida, más bien me pregunto: ¿por qué el rock reinó en el mundo y por qué perdió el trono?
Para desarrollar satisfactoriamente la respuesta a esta pregunta, creo, necesitaría muchísimas páginas —y tú, estimable lector, muchos scrolls—, y no estamos para tanto gasto. Pero la idea más clara que viene a mi mente es que, simplemente, la tierra fértil que hizo posible ese florecimiento se agotó.
¿Y cuál fue esa tierra? De este lado del mar, la fusión del rhythm & blues negro y el rock & roll blanco con la contracultura que siguió a la generación beatnik y la experimentación con psicoactivos entre las élites intelectuales, así como los movimientos sociales por los derechos civiles y contra la guerra en Vietnam.
En las islas británicas, por su parte, los rockeros originales fueron hijos de la II Guerra mundial, ya sea del lado obrero —golpeado, frustrado y lleno de un resentimiento que se convirtió en rebeldía— o de las élites educadas en escuelas de arte: hablamos de huérfanos por muerte o por abandono, de familias rotas, de jóvenes hartos de la estratificación de una sociedad pomposa y rígida.
El rock, de ambos lados del océano, nació y se alimentó de eso… que hoy está tan muerto como el latín. Esos días, ese zeitgeist [1], esas ideas que respondían a esas realidades, se han ido y no volverán jamás. Hoy, aunque hay músicos que mantienen encendidas las llamas incendiarias del rock, nuestras vidas son otras, nuestros miedos y nuestros deseos incumplidos son otros.
¿Será entonces que, para resurgir de sus cenizas, el rock necesita de otra guerra de alcance mundial? ¿O los jóvenes de hoy desechan de antemano la romántica idea de cambiar al mundo? ¿O se trata, simplemente, del inexorable paso del tiempo? Estas y otras ideas, en la segunda entrega de este artículo.
Hasta el próximo Café sonoro…
[1] Expresión alemana que significa “espíritu de la época”.