En la entrega anterior, nos preguntábamos si, para resurgir de sus cenizas, el rock necesita de otra guerra de alcance mundial, como la que forjó a los británicos o la que alimentó a la contracultura estadounidense de los años 60. O si los jóvenes de hoy, muy entretenidos haciendo pública su autocompasión en las redes sociales, desechan de antemano eso de “I’d love to change the world”…
Si bien no estamos en una guerra mundial, las hostilidades recientes entre Irán y el gobierno de Trump, con la amenaza de un conflicto nuclear sin poder descartarse del todo, han sido una amarga cucharada de realidad al inicio de una década que en nuestras utopías imaginábamos radiante y perfecta.
También está presente el hecho de que el frágil equilibrio ecológico que nos permite seguir vivos empieza a mostrar signos de estar debilitándose para dar paso a una emergencia climática global cuyos causantes, siendo claros, son los sistemas de extracción y explotación de los recursos naturales —de los que, a lo largo de nuestro paso por el planeta, nos hemos aprovechado los humanos.
Además, sólo hay que asomarse a la ventana para ver que la ignorancia, la superstición, la intolerancia, el fanatismo religioso y el deseo de controlar las vidas y los pensamientos de los otros, le disputan el control del mundo a influencers y celebrities con trastorno narcisista, a voraces cerdos capitalistas y a dictadores con complejo de Dios. Y entre estos dos grupos, el rebaño humano camina lentamente hacia su fin sin dejar de mirar las pantallas de sus celulares.
Motivos para una rebelión entre los jóvenes, creo, los hay suficientes y ahí están las Gretas Thunberg del mundo para recordárnoslo. Pero en la escena musical, la rabia por la injusticia y la barbarie del mundo parece no tener eco.
Amplificadas sus voces por el inmenso eco de las redes sociales, los popstars de hoy no se oponen al establishment ni hablan de paz mundial, de conciencias expandidas o de mitologías modernas. Hoy, la superficialidad y la fugacidad del meme han suplido a la magia de la palabra, mientras las disqueras optan por el camino seguro, favoreciendo exclusivamente a la música más comercial, vendible y, hay que decirlo, desechable.
Y de las cenizas del género no nacerá un fénix, porque están hechas de ídolos que han muerto, están inactivos o son seres decadentes que viven de glorias pasadas. ¿Ha muerto el rock, entonces?
En las entrevistas que acompañan al video oficial del concierto de Pink Floyd en las ruinas de Pompeya, que como este humilde sombrerero está próximo a cumplir medio siglo, Roger Waters sostiene: “cada dos meses sale alguien a decir que ‘el rock ha muerto’, con una enorme convicción… pero no va a suceder”.
Así las cosas, vale la pena preguntarse si el reinado del rock en verdad ha terminado o si solamente ahora es otro su reino. Sí, las grandes masas, las repeticiones ad nauseam del mismo video bailable en YouTube, la nalga de una Kardashian compartida tres millones de veces y las selfies de Rihanna —o de la estrellita asiática de moda— en Instagram son un reino muy redituable.
Pero el reino del rock está en otro lado, sin duda: está en los miles de niños y jóvenes que hoy están descubriendo a The Beatles, que están oyendo por vez primera a David Bowie, que son “escuchas pasivos” de Pink Floyd porque su papá los pone en el desayuno, que empiezan a pensar que unas greñas rebeldes a la Morrison o a la Janis podrían sentarles bien… y hacer rabiar a sus padres; que empuñan por primera vez una guitarra eléctrica, un bajo o un par de baquetas.
También hay un reino en quienes son capaces de ofrecer un concierto gratuito a 300 mil almas, unidas por la hermandad de la música; en quienes mantienen viva la llama de la insumisión, de lo antisolemne; en quienes no se autocensuran ni modifican sus letras para quedar bien con alguien.
Y está también en las almas viejas que, como dije en la primera parte, sienten que nacieron en un tiempo equivocado y tienen parte de su alma depositada en los surcos de un vinilo, el mismo que sus amigos habrán de colocar sobre ellos cuando se pongan su “pjiama de madera”. Y desde luego, en quienes sin empacho alguno seguirán tocando puro, total y absoluto rock ‘n’ roll hasta el final.
Hasta el próximo Café sonoro…