
The more bare a life is, the more we fear change.[1]
A Burnt-Out Case, Graham Greene
Hay un proverbio en latín que dice Labor omnia vincit improbus, lo cual se traduce como “El trabajo todo lo vence”. Una frase tan gastada que es el lema del estado de Zacatecas y también de la ciudad de León, Guanajuato, así como del Instituto Nacional de Chile y del Centro de Estudios Adams. La frase puede parecer salida de un libro motivacional pero, como toda locución latina, encierra mucha sabiduría y posee un doble significado. Sí, quiere decir que el trabajo duro puede vencer casi todas las adversidades; pero también que, cuando el trabajo es extenuante, el que termina siendo vencido es el trabajador: se quema o se apaga.
Por eso, al estado de profundo agotamiento emocional, mental y físico causado por estrés laboral excesivo —entre otros factores, como depresión o un ambiente laboral negativo—, se le denomina con la expresión inglesa burnout syndrome. El trabajador que lo padece termina emocionalmente estancado, se siente exhausto todo el tiempo, es incapaz de responder bien, regular o mal a las tareas que se le asignan, y sólo espera la comprensión, el momento de renunciar o el despido —en un país como México, suele suceder lo tercero.
Este “síndrome del trabajador quemado o tronado” fue definido vagamente en 1969 por H. B. Hardy, refiriéndose a ciertos casos que observó en policías de libertad condicional. Más tarde, en 1974, el psicólogo Herbert Freudenberger acuñó formalmente el término basándose en la novela del escritor inglés Graham Greene, A Burnt-Out Case, en la que uno de los personajes padece los síntomas del síndrome.
¿En qué consiste?
Todos los que trabajamos debemos lidiar con el estrés, pero si éste rebasa nuestras capacidades, llega un momento en que simplemente nos quebramos y nuestro cerebro queda en un punto muerto, y esto resulta en nula productividad laboral, desinterés, despersonalización, fatiga e ira contenida. Quienes han sufrido el síndrome, tardan semanas, meses o hasta años en recuperarse —incluso hay sujetos incapaces de remontar que se convierten en eternos desempleados.
Una persona con burnout reacciona con enfado, desinterés, cinismo y una total falta de empatía para con su entorno; de hecho, según la Facultad de Medicina de la UNAM, este último es uno de los aspectos esenciales: el sujeto no percibe a sus semejantes como seres humanos, sino como objetos; debido al estrés, la persona ha perdido su personalidad, de modo que es incapaz de considerar la de los otros. Lo anterior es muy grave, pues entre los profesionistas más afectados por el burnout se encuentran trabajadores de la salud, profesores y periodistas, quienes trabajan directamente con otras personas.
Para determinar si una persona padece burnout, en 1981 los psicólogos Maslach y Jackson diseñaron un test conocido como MBI (Maslach Burnout Inventory), que consiste en veintidós preguntas, entre las que destacan: “¿Me siento frustrado en mi trabajo?” y “¿Me he vuelto más insensible desde que ejerzo esta profesión?” En países del primer mundo, como los Estados Unidos, el burnout está muy bien definido y estudiado, e incluso la National Library of Medicine le dedica artículos donde señala que, aunque no está oficialmente catalogado como enfermedad, sí existen casos de trabajadores con cansancio emocional, falta de esperanza, desinterés por las actividades laborales, tendencias suicidas y rendimiento reducido.
Miedo y asco
En el ensayo “El burnout en la profesión periodística”, la sevillana María José Ufarte Ruiz señala:
En los últimos años, asistimos a un cambio radical en la profesión periodística, a una metamorfosis en la que la precariedad laboral se ha hecho más potente y el grado de insatisfacción se ha multiplicado. En este contexto, los periodistas sufren agotamiento emocional, despersonalización y escasa realización personal, unos sentimientos que, unidos a la sobrecarga laboral innata al oficio, se hermanan bajo el paraguas del síndrome de estar quemado.
Pero, a pesar de todos los estudios científicos y de la literatura al respecto, nada sirve para explicar lo que se siente padecerlo. Y eso lo digo porque, a finales de septiembre de 2014, yo padecí el síndrome burnout en mi trabajo como periodista.
Las cosas sucedieron así: en enero de 2014, entré a trabajar a un portal de noticias. Al principio, se suponía que cubriría la sección de cultura y ciencia, pero por una decisión de la directiva me mandaron a la nota roja. La rutina era: ir al Ministerio Público, recabar información sobre los crímenes del día y cubrir alguno de relativa importancia. Mi jefe directo no tenía la menor idea de cómo motivar a sus subordinados y estaba completamente esclavizado. Con mis compañeros nunca establecí vínculos, pues sólo convivían entre ellos, trabajaban las veinticuatro horas, subían notas a la página incluso en sus días de descanso, seguían hablando del trabajo en sus casas… En pocas palabras, vivían para la empresa y estaban dispuestos a hacer todo lo que el director deseara. Era como una secta de fanáticos. Y como trabajábamos desde casa, los jefes se sentían con la libertad de llamarnos en cualquier momento; de modo que si se registraba un robo a las dos de la madrugada, yo tenía que estar ahí.
Trabajaba de ocho de la mañana a once de la noche, y horas antes de mi día de descanso me pedían cosas absurdas —tales como un recuento exhaustivo de ejecutados por el narcotráfico— para que las escribiera en mi poco tiempo libre. El no tener ni un solo minuto para mí mismo me desquiciaba. Al principio, traía un humor de espartano antes de la batalla, después caí en el cinismo, en la apatía, y terminé con un bloqueo mental como de zombi. Día tras día, me sentía más y más abrumado. No podía escribir ni una línea, por más sencilla que fuera. La presión era tal que no me importaba escribir bien o mal. Sólo quería descansar, al menos un día, y nadie del trabajo lo comprendía, puesto que vivían trabajando las veinticuatro horas.
A finales del mes patrio de aquel año, sentí la deshumanización que caracteriza al síndrome: no me importaba ver cadáveres, no me importaban los suicidios, ni la ola de violencia en la ciudad. Ver el rostro de un muchacho con una bala clavada en la frente me daba exactamente lo mismo que ver una piedra. Sólo pensaba en el Nextel y en el celular, y en el momento en que, sentado en el cine, me llamarían para solicitarme otra tarea absurda; me sentía como un perro de Pavlov, sólo que, en lugar de salivar, yo propinaría puñetazos a un muro. A inicios de octubre, cuando empecé a tener temblores, renuncié.
Para el periodista estadounidense Hunter S. Thompson, autor de una serie de reportajes que solía titular “Miedo y asco en…” —Las Vegas, el Super Tazón, etcétera—, el periodismo no es ni una profesión ni un oficio, sino un cajón para inadaptados, una puerta falsa. Y aunque la profesión es apasionante, hay jefes y compañeros de trabajo que, tristemente, le dan la razón a Thompson.
Si te encuentras en una situación similar, no ignores los síntomas. Siempre es mejor renunciar, darle al cuerpo y a la mente el descanso que piden a gritos, que terminar perdiendo la cabeza por un trabajo…

[1] “Entre más sencilla es nuestra vida, más miedo le tenemos al cambio.”