
La pobreza es algo relativo. Nosotros, por ejemplo, nos sentíamos millonarios cuando podíamos comprar la veladora para nuestros santitos y un manojo de flores para adornar su altar. No era que en lo otro —comida, vestido, diversión— estuviéramos desahogados, pero ya habíamos aprendido a vivir con comida enlatada y huevos preparados de múltiples formas. Eran épocas malas, no porque no tuviéramos trabajo sino porque, como les sucede a muchos freelancers a principios de cada año, hay meses en que ningún empleador te paga.
Durante enero sobrevivimos con los ahorros. En febrero, vaciamos los restos que nos guardaban los bancos y vivimos de las tarjetas de crédito. Ya para marzo empezábamos a contar cada uno de los pesos que nos sobraban y a planificar en qué los gastaríamos. Si a eso se le agregan las enfermedades propias del invierno, los pagos que hay que hacer mes con mes y la falta de ánimo porque tu trabajo no se ve recompensado con una paga, nos sentíamos en la lona.
A pesar de ello, a diario me despertaba e iba a rezarle a mis santos. Les confiaba nuestro destino y depositaba en ellos mi mayor fe. Pero de repente, cuando en casa sólo quedaba una lata de atún y pocos pesos para sobrevivir un par de días, fui hasta nuestro altar personal y comencé a chantajear a aquellas figuras de yeso que representan al dios en el que creo: “Saben que en ustedes confío, que a diario vengo a saludarlos y que, cuando puedo, les prendo una veladora y les compro unos claveles. Entonces, ¿por qué no me echan la mano? No ha amanecido y ya estoy trabajando; el niño se duerme, mi esposa se duerme y yo sigo trabajando. Por favor, ablanden el corazón de alguno de los que me deben y hagan que mañana salga un pago. Si mañana no nos llega dinero, no sé lo que vamos a hacer”. Luego me fui a dormir, creyendo que Dios me haría el milagro.
Al día siguiente, llegó la hora de la comida y ya no soportaba rascarme más las excoriaciones que me brotan cuando estoy muy nervioso. Había visto a mi esposa revisar su monedero un par de veces e intuí que hacía cálculos mentales. Podíamos preparar una sopa de pasta y comprar un poco de mortadela, y así no sufrir con una sola lata de atún. Le pedí a mi esposa que fuera a la tienda con el niño para tomarme un tiempo a solas con mis santos.
“Perdón por haberlos chantajeado ayer, pero saben que estoy desesperado. Ya no sé qué hacer”, les dije a las figuras de ojos de vidrio. “Creo en ustedes no porque respondan a mis llamados, sino porque el que no respondan es lo que aviva mi fe. No creo en un dios porque lo palpe, sino porque al no sentirlo reafirmo que es superior a mí. Entonces, por favor, regálenme una esperanza”. Así me pongo de dramático cuando rezo. Luego aproveché la soledad y lloré unas cuantas lágrimas. La garganta anudada, el pecho desinflado y el cansancio en los hombros hacían que me moviera abotargado por la casa.
Llegó mi esposa y preparamos la comida. El niño en algún momento nos vio con los ojos rojos y nos preguntó qué pasaba. Creímos que debíamos mentirle, y así lo hicimos. Cuando terminó de comer, mi hijo se fue a su habitación y nos regaló cinco largos minutos a solas, en los cuales mi esposa y yo nos abrazamos. “¿Cuánto sobra?”, le pregunté sin querer saber la respuesta. Ella dijo una cantidad y nos pusimos a sollozar. Ninguno de los dos sabíamos cómo o qué haríamos al día siguiente, cuando esa moneda no fuera suficiente para nada.
De pronto, sonó el teléfono. Me buscaba uno de mis empleadores. “¿Qué crees? Te tengo buenas noticias”. Era como si aquella esperanza suplicada a mis santos hubiera recorrido la línea telefónica. Colgué y corrí adonde estaba mi esposa. “Mañana nos pagan”, le solté.
Por la noche, tras apagar la veladora de nuestro altar, me pregunté qué es la esperanza. ¿Acaso una buena noticia, una promesa, una razón para ser feliz? ¿Aquella moneda que para nada nos servía antes de la llamada y que, después de ésta, representaba una fortuna?
La esperanza es algo intangible, al igual que la fe. Es la voz que nos dice que todo estará bien, es el amigo que nos escucha cuando queremos desahogarnos, y el padre que desde un lugar lejano confía en que saldremos adelante. La esperanza es la lágrima que brota cuando la vida parece no tener solución y nos regala un poco de consuelo. Es el llamado a “eso” en que creemos —si es que creemos— y su silencio. Es permitirnos una oportunidad aun cuando todo parece estar en contra. Si, como dice una astróloga que sale en la televisión, “lo más oscuro de la noche es justo cuando está por amanecer”, la esperanza representa ese primer rayo que nos hace creer que pronto veremos el mundo de forma más clara.
Al día siguiente, recogí el cheque, fui al banco a depositarlo y pasé por mi hijo a la escuela. Aquella última moneda que mi esposa me había dado fue con la que pagué el trayecto. En casa, aún quedaban los restos de aquella comida casi monacal del día anterior, que ahora disfrutábamos entre risas como si fuera un gran banquete. ¿Qué había cambiado? La comida era la misma, tampoco había dinero en mi cartera —aunque en la cuenta bancaria sí que existía— y estábamos las mismas tres personas del día anterior. La diferencia era que en nuestro corazón ya no había tristeza; por el contrario, todo era felicidad y mi hijo no tuvo que preguntar el porqué de nuestros ojos enrojecidos. Fue la esperanza, más que el dinero, y la fe, más que la cartera nutrida, la que nos hizo pasar una tarde maravillosa.
¿Y cuánto dura la esperanza?, me he preguntado muchas veces desde entonces. Aún no lo sé. Lo que sí sé es que cada vez que prendo la veladora de nuestro altar y le pongo unas flores a mis santos, ese simple acto de esperanza me permite creer que todo estará bien. La esperanza es lo que anida en nuestro ser que nos permite afrontar las adversidades. Es creer que no todo puede ir mal. Es esa sensación de que el rumbo de las cosas puede cambiar de pronto y para mejor. Y es justo eso: ver como posible lo que creíamos imposible. Entonces, la esperanza es, simplemente, un acto de fe.
Y, por fortuna para mí, ya se habrán dado cuenta, yo soy un hombre de fe.
