Cuatro formas de alcanzar la inmortalidad

Cuatro formas de alcanzar la inmortalidad
Igor Übelgott

Igor Übelgott

Inspiración

Piensa en el peor de tus miedos. Bien puede tratarse de arañas, de la oscuridad, del fuego, de las alturas, de volar en un avión o del Diablo. Otros pensarán en cuestiones más abstractas, sofisticadas casi: las enfermedades, la soledad, los hospitales, el dentista o alguno de los dos padres.

En todos los casos, a lo que tememos en realidad —o, al menos, eso es lo que pienso— es a la muerte. Tememos a las arañas porque su picadura puede causarnos parálisis, asfixia y muerte; a las alturas, porque implican que podemos caer y morir a consecuencia del impacto; al fuego, porque puede reducirnos a cenizas; y al Diablo, porque puede arrancarnos de nuestra preciada vida terrenal y llevarnos a su mansión de los fuegos eternos. Lo mismo sucede con casi todos los miedos que puedas enumerar: son advertencias sobre aquello que puede causar dolor —que es un mecanismo para alertarnos sobre un daño a nuestro cuerpo— o que puede provocar el cese de nuestras funciones vitales.

Los humanos somos seres mortales. Pero, por alguna razón, tememos tanto a la muerte que nos negamos a aceptarla. Jugamos con su imagen para exorcizarla, aunque a veces preferimos ni siquiera mencionar su nombre. Contamos chistes en los velorios para evadir la realidad orgánica encerrada en una caja de madera, inventamos religiones que prometen la vida eterna del alma, conservamos fotografías de “nuestros muertitos” para sentir que siguen a nuestro lado y, en el caso particular de los mexicanos, confiamos en su retorno temporal cada dos de noviembre.

Dotados como estamos de inventiva, los hombres y nuestras culturas hemos concebido diversos esquemas —algunos religiosos, otros científicos o filosóficos— para evitar a la huesuda y permanecer, de alguna u otra manera, divagando en este valle de lágrimas. Estudiemos las cuatro más importantes:

I. La fuente de la eterna juventud

En 2006, Darren Aronofsky nos regaló la que, a mi juicio, es una de sus cintas más logradas. Hablo de La fuenteThe Fountain—, protagonizada por Hugh Jackman y Rachel Weisz; en ella discurren tres líneas narrativas, situadas en los siglos XVI, XXI y XXVI, cuyo tema central es la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, cuyas aguas otorgan la inmortalidad a quien las beba.

Además de su reflexión sobre la mortalidad, The Fountain rescata uno de los mitos recurrentes de la cultura occidental: la posibilidad de encontrar o generar un elíxir que proporcione la anhelada inmortalidad. Ya desde el siglo V a. C., Heródoto nos hablaba de un agua encontrada en la tierra de los macrobianos, que los dotaba de una extraordinaria longevidad. Las leyendas sobre Alejandro Magno también refieren que, en sus campañas en el Medio Oriente, el conquistador supo de un “agua de vida” que restauraba a quien la bebiera o se bañara en ella. Aunque quizá la crónica más famosa sea la del explorador español Juan Ponce de León (1474-1521), quien debió de haber escuchado las leyendas sobre el agua de vida de boca de los indígenas antillanos. Fernández de Oviedo escribe, en su Historia general y natural de las Indias (1535), que Ponce de León buscaba las aguas de Bimini para restituir la juventud; se dice que en su búsqueda fue que descubrió La Florida, donde habría de terminar sus días, abatido por un dardo envenenado. Y no hubo agua que le restituyera el último aliento.

Hoy día, los científicos no buscan directamente la fuente de la eterna juventud, pero sí es un hecho que gracias a los antibióticos, las vacunas, los avances quirúrgicos y otros adelantos, la expectativa de vida ha aumentado de modo significativo —y no hablemos de los sueros que prometen borrar la huella del tiempo en nuestros rostros. Quizá no sea tan descabellado pensar que, en unos cuantos siglos, el sueño de Ponce de León sea una realidad para la raza humana

II. La resurrección

Éste es un concepto, antes que nada, propio de las religiones. Sin entrar en demasiadas profundidades teológicas, podríamos resumir que se trata de una obra de las fuerzas divinas que permite que quien haya muerto recobre la vida —independientemente del tiempo que haya pasado en “el otro barrio”— y pueda seguir gozando de todos los parabienes de nuestro planeta.

En el Nuevo Testamento, los dos ejemplos más claros de la resurrección son el de Lázaro, que es resucitado por Jesús, y el del propio nazareno, que según las Escrituras venció a la muerte y salió de su sepulcro al tercer día de haber sido crucificado, portando las llagas propias de este suplicio. Y en el credo, el católico dice que “espera la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.

Una variante de esta idea sería la reencarnación, que consiste a grandes rasgos en morir y, por un designio superior, volver a encarnar en otro cuerpo, ya sea humano o animal. Quienes apoyan esta idea —propia de las religiones brahmánicas—, a menudo sostienen que el tiempo de una vida promedio es muy escaso para aprender todo lo necesario para trascender el plano terrenal, y por ello es necesario “repetir cursos” hasta poder elevarse a un nivel superior de conciencia. Curiosamente, en un país tan predominantemente católico como México, ésta es una idea bastante difundida, y hay quienes incluso ya están “eligiendo” en quién o en qué reencarnarán. Otros confían en que la ciencia avanzará lo suficiente como para congelar su cuerpo antes de que éste muera, y que serán resucitados cuando sea posible vivir quinientos años o curar el cáncer.

III. El alma inmortal

La concepción es simple, pues a todos —o casi— nos ha sido inculcada desde nuestra tierna infancia: los seres humanos estamos dotados de un alma, que es sutil, impalpable, no material, y que habita o da vida a nuestro cuerpo; cuando llega la muerte física, el alma, que es inmortal, asciende. O bien, desciende, porque es común pensar que de acuerdo al peso de nuestros actos, buenos y malos, seremos juzgados por las autoridades celestiales, y acabaremos en el cielo —o Paraíso, o Elíseo, o Tlalocan— o el Infierno —o Averno, o Hades, o Mictlán. No queda claro, sin embargo, si ese trámite es inmediato, o si uno queda en stand by, deambulando por aquí en una especie de limbo o estancia fantasmal en la que uno es capaz de vigilar, proteger, cobijar o alentar a los seres queridos que nos sobrevivieron.

Actualmente nos ronda la idea de que la tecnología brindará la posibilidad de “subir” nuestra conciencia a un servidor computarizado, y que éste podrá ser descargado o consultado por nuestros descendientes o por cualquiera con acceso a dicho dispositivo. Me pregunto si habrá una opción de “autoborrado”, en caso de que los nietos nos despierten para pedirnos la receta del chilpachole que tanto les gusta, o para solicitar que modifiquemos los términos del testamento.

IV. El legado

Dice el proverbio chino que un hombre, antes de morir, debe “Sembrar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”. De eso se trata el legado: de dejar testimonios y obras que perpetúen, de manera indirecta, nuestra estancia en este mundo mutable; nuestros árboles son las obras que sembramos, abonamos, regamos y, finalmente, nos dan unos frutos que siguen floreciendo incluso después de que morimos; los libros son las palabras que decimos al viento, que inscribimos en las memorias de quienes nos rodean, son nuestros idearios, nuestras vivencias contadas de modo coherente; y nuestros hijos —ya sean humanos o de cualquier otro tipo— llevan algo de nosotros —de entrada, el apellido— y lo transmitirán a su vez a sus descendientes.

De este modo, puedo consolarme al pensar que un Übelgott desempolvará en siglos venideros los disparates escritos por su tataratatarabuelo, y que en ellos reconocerá rasgos propios y lo harán sentirse perteneciente a un linaje. Así, nuestros ancestros y nuestros descendientes viven en nosotros. Y a eso también le llamamos inmortalidad.

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