Hace un par de semanas, ardió Troya. Me refiero a que, a raíz del concierto masivo que en el Zócalo capitalino ofreció una agrupación tijuanense de la llamada “música regional mexicana” —término al que me opongo, pero ese es otro tema— cuyo nombre omito para no colgarme de su fama. Además de los calificativos elitistas y clasirracistas que abundaron en las redes sociales, se les señaló duramente —quizá con razón— por el machismo del que están impregnadas las letras de sus canciones.
Pasó el tiempo y el asunto se enfrió. Pero hoy, mientras recorría el feed de mi Facebook, me topé con uno de esos reels o videos cortos que, sin importar cuántas veces uno elija el tache que dice “Ver menos publicaciones como esta”, siguen apareciendo todo el tiempo. En él, una joven tocaba el violín para una pareja de gatitos muy pequeños, los cuales se mostraban fascinados por la música; pero lo que llamó mi atención —y no para bien— fue el atuendo de la chica: un vestido muy corto, escotado y con los brazos descubiertos. “Claro —pensé—, desde los tiempos de Olga Breeskin, el violín como pretexto para enseñar las curvas y subir las temperaturas masculinas”.[1]
No busco ponerme mojigato, ni mucho menos: no tengo la autoridad moral, cada quien es libre de vestirse como quiera y de mostrar cuánto guste en sus redes sociales, que para eso son y para eso hay una relativa libertad de expresión en ellas. Pero el asunto del violín y el cuerpo femenino resonó con algo que desde hace meses había detectado en la llamada “música clásica”: un disfrazado, pero muy evidente machismo.
Para comprobarlo, invito a cualquiera a dar un paseo por las redes de, digamos, la Deutsche Grammophon, uno de los emblemas de la música culta, y se fije en el aspecto físico de los y las intérpretes firmados con dicho sello: ellos pueden ser jóvenes o viejos, flacos o gordos, chimuelos, gordos, calvos, greñudos, barbones, miopes o despeinados, y no pasa nada: están ahí por su talento; pero ellas, con muy pocas excepciones, son todas más o menos jóvenes, delgadas, atractivas y lucen vestidos entallados o que dejan ver parte de su anatomía.
Es raro ver a una directora de orquesta o a una solista internacional que sea gordita, chaparrita, de edad madura o que tenga algún defecto físico notable. Algo peor sucede en la música pop, pues las estrellas casi invariablemente lucen cuerpos de gimnasio y salen al escenario muy ligeras de ropa o con atuendos transparentes que, diría mi madre, “dejan poco a la imaginación”. Y en el rock y otros géneros más duros, las coristas que acompañan a la agrupación o al cantante en turno en general también cumplen con ese requisito de un aspecto físico y un vestuario que las convierte en una especie de objeto decorativo.
Total que, para machismos, uno los encuentra hacia donde uno voltee en la industria del consumo musical. Con esto no busco avalar letras que denigran la dignidad de una mujer, por muy mal que haya tratado a un hombre —o, más frecuentemente, por más despreciado que se haya sentido él por ella—; más bien, mi idea es la de poner el acento en el culto a la apariencia, en la explotación del cuerpo femenino y, sobre todo, en lo angostas que deben ser las puertas de la fama para las mujeres intérpretes que, aunque brillantes o talentosas, no nacieron delgadas, con cinturas estrechas, piernas largas, bocas carnosas… y los ánimos de mostrarlas.
[1] Los menores de 40 años seguramente no recuerdan a Olga Breeskin, una vedette y violinista mexicana que en las décadas de 1970 y 1980 se hizo muy famosa en el cine y la TV por su cuerpo escultural.