Desayunos y alimentos orgánicos, ¿qué son exactamente?

Desayunos y alimentos orgánicos, ¿qué son exactamente?
Rafael Pérez-Vázquez

Rafael Pérez-Vázquez

Inspiración

Orgánico es una palabra que, de un tiempo a esta parte, vemos por doquier, sobre todo en los etiquetados de ciertos alimentos y en los menús de algunos restaurantes. “Desayunos orgánicos”, presumen también en sus cartas algunos cafés, pero cuando por curiosidad le preguntas al mesero o al encargado qué significa eso, rara vez pueden contestarlo con precisión. Así, me di a la tarea de buscar definiciones más exactas y esto es lo que hallé.

Como esto de lo orgánico en los productos y los alimentos lo iniciaron nuestros vecinos del norte, recurrí al USDA —o sea, al Departamento de Agricultura de los Estados Unidos—, que en una publicación establece que los “alimentos orgánicos certificados son aquellos que se procesan de acuerdo a disposiciones federales sobre calidad del suelo, prácticas de crianza de animales, control de pestes y de malezas, y uso de aditivos, entre otros factores”. Añade que el productor debe basar su operación en el uso de sustancias naturales y de métodos físicos, mecánicos y biológicos de agricultura y cultivo, en la mayor medida posible.

Así, un producto puede ostentar la etiqueta de “orgánico” si creció en un suelo al que, en al menos tres años, no se han aplicado sustancias prohibidas como pesticidas y fertilizantes sintéticos. En cuanto a la carne orgánica, se exige que el animal haya sido criado en un ambiente que le permita realizar conductas naturales como pastar —“de libre pastoreo”, le llaman—, que haya sido alimentado con comida 100% orgánica, y que no se le hayan suministrado hormonas ni antibióticos. Por último, al tratarse de alimentos procesados, las regulaciones de la USDA prohíben los conservadores, colorantes y saborizantes artificiales, y exigen que todos sus ingredientes sean orgánicos, con algunas excepciones como la levadura en los productos horneados.

Verduras a la venta en mercado

En el caso de México, el Gobierno Federal —a través de la Procuraduría Federal del Consumidor— dispone algo muy similar al precisar que los alimentos orgánicos son aquellos “que se cultivan, crían y procesan utilizando métodos naturales; en la agricultura, no se utilizan químicos como pesticidas, fertilizantes sintéticos, aguas residuales o variedades transgénicas; en la ganadería no se le administran a los animales hormonas de crecimiento, anabólicos o antibióticos, ni se les alimenta con comida sintética; en cuanto a los procesados industrialmente, no se les añaden aditivos o conservadores artificiales”. Lo anterior, aunque suena relativamente sencillo, a cualquier habitante de clase media o popular de una zona urbana —acostumbrado a abastecerse en un supermercado, en el tianguis, en la pollería o en el mercado de su colonia— podría parecerle algo así como un mandamiento religioso, algo imposible de cumplir. Y ni hablemos de lo caro que resulta proveerse de ese nivel de pureza.

Pero más que quejarme de ello, lo anterior evoca otros desayunos del pasado que en verdad eran orgánicos. Y es que, aunque siempre he vivido en la CDMX, en mi niñez de hace casi cinco décadas solía pasar las vacaciones en las casas de dos tíos que habían hecho sus vidas en sendos pueblos del Estado de México. Y ahí no se desayunaba como en la capital, ni como hoy.

Desayuno en el pueblo

Para empezar, el día empezaba entre las cuatro y las cinco de la mañana, cuando los de la casa despertaban, le daban de comer a las mulas, a las gallinas y a los demás animales, y prendían el fuego en la cocina de humo: un lugar de paredes renegridas por el tizne de años, donde en un rincón presidía la escena un gran comal de barro en el que todas las mañanas se cocían las tortillas hechas a mano y sin el famoso aparato tortillador manual, cuya masa se había hecho a golpe de brazo, moliendo en un metate maíz que, huelga decirlo, era orgánico, de la milpa o de las tierras, cosechado a la antigua usanza y sometido a la nixtamalización tradicional. En lugar de leña, el fuego se alimentaba con los olotes o mazorcas secas de cosechas anteriores que, “ya que agarran”, se ponen al rojo vivo y calientan mejor que el carbón.

Los huevos eran de las gallinas de ahí mismo, que se alimentaban de los incautos gusanillos que a cada tanto asomaban sus cabezas, sin pensar que sería el último acto de sus cortas vidas, y del maíz quebrado que sus ciudadores les daban todos los días. Ponían las que ponían, y cada mañana se desayunaba lo que se había recolectado y lo que se había cosechado de la milpa, con tortillas calientes y una generosa ración de frijoles de la olla, de esos que había que limpiar minuciosamente para librarlos de piedritas y gorgojos, y que se sazonaban con una rama de epazote, de hoja de plátano o de hoja santa.

En los jarritos de barro se servía café de olla, con piloncillo y canela, y “cuando había niños” se les servía leche caliente, recién hervida —para matar cualquier cosa, pues se había ordeñado horas antes en el establo del pueblo de las generosas ubres de esas vacas que no comían sino pastura— y con una nata gorda que a mis abuelos les encantaba y que a mí siempre me causó una náusea infinita. Y los domingos, cosa de agasajar a los “sobrinos postizos”, el tío y la tía políticos iban al tianguis de la cabecera municipal y le compraban una pieza al quesero que traía sus bolas y canastos de una ranchería, o bien freían un pedazo de la longaniza que habían puesto a madurar semanas antes, cuando al viejo chancho le había llegado su San Quintín y parte de su carne había sido sazonada con sal, chiles y especias, y embutida con molino manual en una tripa natural.

“Esos eran verdaderos desayunos orgánicos. Pero los tíos ya no viven, las casas ya no están y ese México ya no existe”, me digo otra vez, cuando me sorprendo en uno de estos golpes de nostalgia que me atacan de repente. De un sorbo me termino mi segundo “café orgánico de Chiapas” y pido la cuenta de mi “desayuno orgánico”: omelet de huevos puestos por gallinas felices, con hortalizas cosechadas por emprendedores huerteros eco-conscientes y pan de la casa, elaborado con harina integral. Casi trescientos pesos de cuenta, válgame la Virgen. Todo muy rico, sin duda, pero no puedo evitar pensar que, como decía el charro cantor de Huentitán, “es lo mesmo… pero no es igual”.

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