En semanas recientes me he hecho asiduo a las pláticas, explicaciones y discusiones del podcast StarTalk que el estadounidense Neil DeGrasse Tyson comparte en redes sociales. En una de esas disertaciones sobre aspectos apasionantes de la ciencia, el astrofísico debatió con filósofos, matemáticos y otros científicos sobre la cuestión de si realmente el ser humano tiene libre albedrío y es dueño de su propio destino.
A lo largo de la discusión eran evidentes dos posturas: que toda persona cuenta con libertad de elección entre opciones genuinas que va prefiriendo o descartando a lo largo de su existencia; o bien, que esta idea es sólo una ilusión y todo está predeterminado por la biología y por una interminable sucesión de causas y consecuencias sobre la cual no tenemos ningún control. Esta postura, para los filósofos, recibe el nombre de determinismo.
Yo, que he siempre he sido un poco idealista, en mi fuero interno defendía el libre albedrío; por eso me asombró tanto que el consenso científico fuera que, desde el estricto punto de vista de la evolución, la neurociencia o la astrofísica, no existe tal cosa como la libertad de elegir y todo está predeterminado de forma biológica, matemática e inexorable, como si el universo fuera una enorme mesa de billar y todo lo que en él sucede constituyera una larguísima jugada cuyo desenlace está definido desde que inició, con el Big Bang.
El filósofo Raoul Martinez apoya esta idea, pues en su libro Creating Freedom sostiene que uno no elige existir, ni la familia que lo concebirá o la biología de su cerebro, ni tampoco el país —pacífico y próspero, o pobre y violento— en el que nacerá, el lenguaje que hablará o la religión que se le inculcará. Así, todos nuestros conocimientos, creencias, gustos, ocupaciones y, en general, la vida que llevamos depende enteramente de nuestra herencia genética y del entorno en que nos desarrollamos.
Hace poco leí sobre un estudio en el que se midió la actividad cerebral cuando uno toma microdecisiones y descubrió impulsos previos al momento en que hacemos una elección que creemos automática o instintiva. Así, todo apunta hacia el mismo punto: en realidad, el género humano vive con la falsa idea de que puede decidir libremente y hacer lo que le place, pero lo cierto es que nuestras acciones son determinadas mucho antes de que seamos conscientes de ellas.
Ante ese panorama, ¿cómo podemos reclamar nuestro derecho a la “búsqueda de la felicidad”, como dicen los vecinos del norte, si nuestras canicas, el lugar donde se encuentran, los tiros que hacemos y el resultado de la partida están decididos de antemano?
Una respuesta proviene de la misma charla de StarTalk que originó toda esta reflexión: el hecho de que nuestra existencia y todo lo que sucede en ella esté determinado de antemano —desde el hecho fortuito de que nuestros padres se conocieran hasta la combinación de circunstancias que, incluso desde este momento, se están tejiendo nuestra muerte— no es impedimento para disfrutar de la simple y, a la vez, extraordinaria oportunidad de estar vivos.
Esto me hace pensar en que, aunque jamás nos hayamos conocido y quizá jamás lo haremos, en estos momentos estamos conectados por una idea que quizá cambie nuestras vidas para siempre. Si somos como bolas de billar que por azar rebotan con otras en la misma mesa, entonces quizá sea mejor dejar de intentar controlar tanto el juego y empezar a solazarnos con el trayecto, con los bandazos y hasta con los dolorosos choques que nos damos unos con otros, pues la única certeza que tenemos es que nadie sabe cuándo acabará el juego y terminaremos cayendo al fondo de una tronera…