Discurso “ensalsado” —cómo utilizar la retórica para conseguir lo que deseas—

Carla María Durán Ugalde

Carla María Durán Ugalde

Inspiración

Es difícil explicar por qué los chiles habaneros combinan tan bien con la cochinita pibil: se trata de un cierto balance en el paladar que roza con lo místico. Acompañar el mismo plato con chiles jalapeños conduciría a otros sabores, imperceptibles para quien únicamente se queda con la boca ardida y no degusta la fuente del picante. Este misterio del picor es similar a lo que sucede con las palabras cuando se desea lograr que alguien concuerde con uno.

Uno de los textos más importantes que se han escrito sobre el convencimiento a través del uso de la palabra es El arte de la retórica de Aristóteles. De acuerdo con el filósofo griego, la retórica consiste en encontrar aquello que es más apto para persuadir en cada caso. La descripción aristotélica de la retórica continúa vigente al explicar los mecanismos mediante los cuales los grandes oradores y la publicidad nos convencen. Esto último hace parecer a la retórica como un arte para generar grandes cambios, y lo es, pero lo mismo puede persuadir a millones de personas que sólo a una. Entonces, nada se pierde con aprender de la retórica para proponer iniciativas a nuestro favor en la vida cotidiana.

Aristóteles estudió los elementos del discurso que permiten al orador apoderarse de la audiencia al grado de que ésta adopte el punto de vista del mismo. Volviendo al ejemplo del picante, pensemos en una salsa de molcajete y en lo que requiere para preciarse de ser tal: cebolla, jitomate, sal, perejil y el chile adecuado para la ocasión culinaria. En el caso de la persuasión, Aristóteles extrajo una lista de ingredientes que dejan a la audiencia a disposición del orador: el logos, el ethos y el pathos.

Como primer punto se encuentra el logos. Este concepto comprende a la palabra, la idea y la razón; Aristóteles explica al logos como la idea, la palabra correcta que le hace sentido a la audiencia. Los argumentos ordenados bajo el logos son sencillos de entender y no hacen disonancia con la razón de los escuchas; de tal modo, el asunto a tratar se entiende claramente y se consigue que los escuchas queden de parte del orador. El sabor de la cebolla, la sal y el perejil se encargan de sazonar; en particular la sal hace que los ingredientes se unan placenteramente en el paladar, les da sentido. Podría decirse que estos sazonadores son el logos de la salsa.

El jitomate, por su parte, da color. Evidentemente, el chile tiene bastante colorido; sin embargo, una salsa hecha enteramente de este último no haría más que viciar el paladar. Por ello, el jitomate no solamente da las tonalidades rojas, sino también la confianza para acercarse a probar la salsa sin temor a sufrir demasiado por el picante. La apariencia y aroma de la salsa se ven mejorados por el jitomate, que invita al comensal. Del mismo modo, el ethos busca disponer de la apariencia adecuada al momento de hablar. Uno no solamente debe ser, sino parecer para generar en el público el deseo de escuchar y la posibilidad de creer en lo que se está diciendo.

Finalmente se encuentra el pathos. Al contrario que el logos, poco tiene que ver con los argumentos limpios y planeados, pues ésta es la parte del discurso que apela a las emociones. No basta con verse como una persona confiable a quien se desea escuchar, ni con la perfecta lógica de los argumentos: es necesario remover las pasiones del público y ponerlas a disposición del orador. Ahí se encuentra el balance justo y clave que en la salsa depende del chile, y en el discurso de la belleza. La retórica se vale de figuras discursivas para adornarse —las cuales no deben ser ajenas al habla coloquial—, pero las formas más acabadas son las que hacen discursos memorables. ¿Qué tan hiperbólico es el sentir del orador respecto al tema?, ¿cómo para añadir tres chiles de árbol asados o mejor un habanero? ¿O se trata de una metáfora sutil y elegante? Quizá lo mejor sea combinar el chile ancho y el chile de árbol, ya seco, para que el resultado sea un sabor igualmente picante, pero con tonalidades ocultas, menos directas que las del habanero.

El cocinero experimentado tiene medida la cantidad exacta de jitomate y perejil. Con sumo cuidado tomará la pizca justa de sal y, acto seguido, incorporará los otros dos ingredientes acompasadamente dentro del molcajete. De la misma forma, quien conoce la retórica y prepara su discurso para convencer, toma en justa medida los elementos y se asegura de unirlos de la forma más homogénea posible. Finalmente, el cocinero agregará la cantidad adecuada de chile para armar revuelo en el paladar, y el orador se asegurará de embellecer su discurso para tener en sus manos las pasiones de la audiencia.

No basta con conocer estos elementos y tener el discurso preparado para hacer un gran papel como orador convincente, también se necesita práctica. Hay que recordar que, en algún momento, el cocinero que ahora prepara la salsa divinamente y al tanteo fue un principiante a quien, en ocasiones, le quedaron pedazos demasiado grandes de jitomate. Uno aspira a lograr a la primera, y casi sin esfuerzo, esa deliciosa salsa de molcajete que va a la perfección con el platillo; sin embargo, antes deberá de haber tropiezos, ensayo y error, figuras no tan bellas e incapaces de conmover o argumentos que flaqueen en lógica. Como sucede con casi todo en la vida: hace falta experimentar, llevar al molcajete los ingredientes de los que ya se tiene conciencia y probar qué tan salsa nos queda el discurso.

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