Es un hecho que, al igual que la vida, la música se abre camino. Y en el caso del compositor que nos ocupa en esta ocasión, este humilde sombrerero lo conoció de forma sesgada, como fondo de una película futurista que causó furor en nuestro país a mediados de la década de 1970 y que puso de moda las “luchas en patines”. Me refiero a Rollerball (1975), estelarizada por James Caan y con fragmentos de la música del compositor ruso Dmitri Shostakovich.
Envueltos en una trama que pone a un violento deporte como única expresión de libertad en un mundo gobernado por las corporaciones, extractos de las sinfonías 8 y 5 del ruso pasearon una y otra vez por mis oídos juveniles. Incitado por ellos, averigüé que Shostakovich nació en 1906 en San Petersburgo, fue un destacado pianista y se considera uno de los compositores más brillantes del siglo XX. Y también que fue el “músico oficial” del dictador ruso Josef Stalin: quizá por ello su obra se usó para ambientar un régimen totalitario del futuro.
Al pensar en la música rusa, nos inclinamos a recordar a “Los Cinco”, un grupo de compositores muy populares que se reunían en San Petersburgo —y entre los que se cuentan Mussorgsky, Rimsky-Korsakov y Borodin—, o bien, en el romanticismo de Tchaikovsky, con sus famosos ballets El lago de los cisnes y El cascanueces, que antes de los tiempos de pandemia eran montados en fechas navideñas como un modo de cerrar el año.
Pero tras la revolución que encabezó Lenin y que convirtió a Rusia en la Unión Soviética, el idealismo romántico vinculado con la música y las artes de las élites burguesas fue reemplazado por el “realismo socialista”: una combinación del retrato fiel de la humilde vida cotidiana en la Unión Soviética con la visión de las heroicas promesas de la Revolución, y que debía eludir el formalismo y la influencia artísticas de la Europa occidental.
El ambiente que se respiraba en la Unión Soviética a mediados de la década de 1930 ha sido calificado como “El Terror” —en alusión al periodo que siguió a la Revolución Francesa, caracterizado por una represión brutal e inflexible de parte del Estado—: cientos de miles de miembros del Partido Comunista, así como de opositores y anarquistas, fueron perseguidos o vigilados, apresados, enjuiciados públicamente y enviados al gulag en Siberia o ejecutados.
Y en este contexto, donde los “enemigos del pueblo” —o de Stalin—, reales o imaginarios, podían estar en cualquier lado, Dmitri componía y estrenaba sus obras. En una ocasión, Stalin asistió al estreno de una de sus óperas y le disgustó; al día siguiente, una reseña en el diario oficial Pravda destrozó a Shostakovich, lo que pudo haberle costado la vida. Para su fortuna, el estreno de su quinta sinfonía lo reivindicó y reconcilió con los ideales de la Revolución.
Para acercarse a la obra de este ruso, algunos recomendarían quizá los conciertos o valses —uno de ellos, por ejemplo, suena al final de la obra póstuma de Stanley Kubrick, Ojos bien cerrados (1999)—; pero este humilde sombrerero sugiere que te zambullas directamente en las profundidades de sus sinfonías: ahí es donde mejor se percibe la grandeza, el genio, la magnificencia y las turbulencias internas del genial compositor y de su entorno.
Mención especial merece, desde mi punto de vista, la Sinfonia No. 7, Op. 60, apodada “Leningrado”. Esta obra monumental, que se estrenó en dicha ciudad en marzo de 1943 —en plena Segunda Guerra Mundial—, puede entenderse como una larga alegoría sonora del penoso sitio de más de dos años que sufrió dicha ciudad a manos del ejército nazi, en el que perdieron la vida medio millón de rusos a consecuencia de las batallas o de la hambruna.
En el primer movimiento, “Allegreto”, durante los primeros minutos parece aludir a la vida cotidiana de Leningrado antes del sitio; a eso del minuto siete, un tambor de guerra marca un ritmo marcial y da paso a un ejército de cuerdas que parecen avanzar en medio del fuego, el terror y la desesperación. Bastan unos minutos más para que quien escucha se sienta a mitad del sitio, entre cañonazos y gritos, muertos y vivos, víctimas y héroes, y un motivo musical persistente como la voluntad del pueblo ruso. O así lo interpretamos algunos.
Luego de una relación marcada por el miedo como “músico oficial” del Partido, con la muerte de Stalin en 1953 casi puede sentirse un aire de alivio en la música de Shostakovich, quien afirmó poder “usar más brillantez, más sarcasmo y revelar sus ideas sin necesidad de camuflarlas”. Finalmente, y luego de sufrir un abanico de padecimientos, Dmitri murió el 9 de agosto de 1975 a causa del cáncer de pulmón. Sus restos descansan en el panteón Novodévichi de Moscú.
Hasta el próximo Café sonoro…