—Oye, Sombrerero, ¿crees que puedas escribir un Café sonoro sobre las drogas auditivas?
Así, sin previo aviso, como un balde de agua con hielos, fue la petición de la directora de esta revista a este humilde melómano con ansias de escritor. Drogas auditivas. ¿Qué diantres es eso? Una nueva forma de narcohisteria, seguro. O una payasada del nuevo milenio, en la que las sustancias reales como el LSD o ácido lisérgico, el MDMA o éxtasis —también llamado tacha— y otras drogas de diseño, se ven sustituidas por experiencias virtuales bastante light, pero que excitan a los pubertos tanto como un chat erótico lo haría con un sujeto virgen.
—Sinceramente, no se me antoja mucho, jefa. Pero deme oportunidad de investigar y, pues, experimentar con una de ellas. A ver qué se siente. Y lo que salga de la investigación, se lo platico. Bonita tarde…
— o —
En 1839, el físico y meteorólogo alemán Heinrich Wilhelm Dove —quien publicó más de trescientos ensayos y estudios acerca de física experimental, en especial sobre la entonces recién nacida ciencia de la climatología— descubrió la técnica de los ritmos o sonidos binaurales —en inglés, binaural beats—, que consisten en frecuencias sonoras ligeramente distintas entre sí que se reproducen por canales diferentes y se dirigen a cada oído, produciendo una ilusión auditiva y una percepción de interferencia de ritmos.
Según investigadores mexicanos —en especial, la doctora Gabriela Armas Castañeda, del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental de la Facultad de Medicina de la UNAM—, dichos sonidos binaurales pueden emular, o al menos eso se presume, los efectos alucinatorios o de cambios en la percepción de la realidad que brindan drogas psicoactivas como la mariguana, los hongos, el peyote o el LSD, en especial si se acompañan de visuales cíclicos con ilusiones ópticas que, a la larga, generan una sensación de mareo, ingravidez y hasta alucinaciones.
Esa es la razón por la que cierta gente, con habilidades de edición de sonido y video, está empezando a publicar estas “drogas digitales” en sitios de libre acceso, como YouTube, y en otros por los que hay que pagar por la experiencia, prometiendo efectos similares a los de la mariguana y otros psicoactivos, indicando el uso de audífonos —cosa de aislar perfectamente el sonido en cada oído para incrementar sus efectos— y de una sábana sobre la cabeza y la pantalla a fin de evitar que algún otro estímulo visual interrumpa la percepción. Según la doctora Armas, estas drogas digitales están popularizándose entre la población menor de edad que aún no tiene acceso a drogas reales, pues les permite tener una experiencia psicotrópica en la comodidad de su habitación, sin que nadie se dé cuenta. También señala que pueden generar un tipo de adicción, provocando que el o la joven empiece a consumirlas compulsivamente, se aísle, y descuide a sus amigos, escuela y familia.
Ante tanta supuesta maldad, no pude sino probar uno de estos caramelos. Luego de varios minutos, en efecto, los alucinantes visuales y los sonidos discordantes en cada oído generan un choque en el cerebro que, en su intento por procesar todo aquello, nos regala una leve sensación que a veces parece una montaña rusa bastante suave; otras se percibe como una caída libre, un mareo o un agradable adormecimiento en todo el cuerpo. Pero nada comparable con la libre asociación mental, las alucinaciones visuales y auditivas, y las alteraciones en el ánimo que generan las drogas “sólidas” de diseño. Mis sospechas eran ciertas, aunque leí testimonios de usuarios, y hay desde quien dice que no sintió nada hasta los que afirman haber visto a la Virgen rodeada de los coros celestiales.
Lo que sí es un hecho es que, viéndolo fríamente, hay cosas peores que estas drogas digitales a las que uno puede hacerse adicto. Y no, no hablo del tabaco, el alcohol o la heroína, sino de los reality shows, de la constante interacción con el smartphone, de las emociones negativas, del fanatismo de ciertas ideas… o de las canciones de Arjona.
Hasta el próximo Café sonoro…