
El duelo es una experiencia íntima vivida por una persona ante cualquier tipo de pérdida —la de un ser querido, una relación amorosa, y hasta la pérdida de un trabajo. Se trata de un proceso necesario para adaptarse y restablecer el equilibrio psicológico y emocional. Según George L. Engel —uno de los principales impulsores de los modelos psicosomáticos en la medicina y creador del modelo biopsicosocial en las prácticas terapéuticas— el dolor del duelo puede ser equiparado al de quemarse gravemente casi todo el cuerpo.
Para mucha gente, decir adiós a un ser querido puede ser un proceso confuso. Algunos suponen que significa olvidar a la persona que ha salido de sus vidas, para otros dolientes el trauma es tanto que los desborda y permanecen sin avanzar en el proceso hacia su elaboración. Un duelo, o un conjunto de duelos mal elaborados, puede volverse crónico y derivar en alguna patología psicológica ocasionada por el desequilibrio en nuestros sistemas de contención y sus capacidades para resistir los altibajos de la vida sin quebrarse.
La enfermedad del duelo, como toda enfermedad, tiene varios síntomas. Uno de ellos puede consistir en que, pasado ya algún tiempo, la persona aún no pueda hablar de lo perdido —la muerte de alguien cercano, por ejemplo— sin experimentar un dolor intenso que parecería ser causado por un evento muy reciente.
Pero diferentes síntomas pueden corresponder a distintos tipos de duelo. El psiquiatra y ex rector de la Universidad de Massachusetts Aaron Lazare observa que la intensa reacción emocional ante un acontecimiento aparentemente irrelevante puede ser, en ciertos casos, síntoma de algún tipo de duelo; por ejemplo: que romperse el tacón de camino a la oficina desencadene un llanto incontrolable. Estos síntomas sugieren un duelo retrasado. En este tipo de duelo el doliente también puede experimentar, entre otras cosas, la necesidad de ser fuerte para alguien más, la sensación de estar demasiado abrumado o, incluso, la falta de una red de apoyo.
El duelo congelado también tiene síntomas propios. Uno de los más comunes es mantener el espacio de la persona fallecida tal y como lo dejó para no desprenderse de ella. Un tipo más de duelo se manifiesta en los dolientes que hacen cambios radicales —como mudarse de casa, renunciar a su trabajo, perder comunicación con sus familiares y amigos cercanos o evitar ir al panteón— y puede asociarse a un proceso no resuelto.
Otras personas pueden experimentar los síntomas de la enfermedad de la persona fallecida. Ante la muerte de una persona que falleció de neumonía, por ejemplo, pueden tener cuadros de dificultad respiratoria. Pero también se puede desarrollar un miedo anormal a enfermarse o a tener la misma enfermedad del fallecido. De igual manera, se pueden tener impulsos destructivos o conductas autodestructivas, como dejar de comer, suspender medicaciones o ingerir alcohol muy frecuentemente.
Por otra parte, en el duelo prolongado, las personas están plenamente conscientes de que no han podido llegar a una resolución adecuada. Este tipo de duelo suele estar relacionado con un conflicto de separación que dificulta la tarea de redefinir la relación debido a la inevitable ausencia.
Al enfrentarnos a un duelo patológico es importante vencer los miedos y la impotencia, ensayar nuevas habilidades, desarrollar nuevos roles y nutrir nuestra red de apoyo —además, existen muchísimos grupos de variadas orientaciones que pueden ayudarnos a pasar por estos procesos, desde la tanatología hasta la psiquiatría y el psicoanálisis. Debemos estar conscientes de que al vivir un duelo diremos adiós al deseo de que quien murió, o a quien perdimos, esté de nuevo con nosotros, al deseo de que las cosas vuelvan a ser como antes. No podemos decir adiós al amor sentido, ni a las experiencias vividas, ésas se quedan con nosotros y se convierten en partes importantes de la persona que somos —por ejemplo, siempre podemos aprender algo de las separaciones amorosas, e incluso al decir adiós a un familiar que ha muerto. El adiós debe ayudarnos a reestructurar nuestro mundo interno, a replantear nuestras relaciones y a reinvertir ese amor, que nunca está realmente perdido, en la vida misma, en nosotros, y en las personas que nos rodean.
