Cuando éramos recién nacidos, nada tenía nombre ni etiqueta. Todo simplemente era y se mezclaba en una especie de papilla sensorial. El color de la blusa de mamá se traducía en una cálida sensación a la vista, que se combinaba con algo que después nos dirían que se llama olor, pero que entonces percibíamos como un manjar que entraba por nuestra nariz. Al mismo tiempo, la melodía que nos adormilaba sabía cremosa, como la leche que nos daban a tomar. Y, no obstante, el contacto con la piel de nuestra madre nos parecía la música más relajante y sublime de todas… Con los años aprendimos que algunos de esos estímulos eran llamados sabores, otros olores, y unos más, sonidos. Pero al conferirles un nombre a nuestras percepciones sensoriales e introducirlas en rígidas categorías, la mayoría de nosotros perdió la capacidad de sumergirse en ese magma alucinante donde estaban fundidos la visión, el tacto, el sonido, el gusto, el olor y otras percepciones.
Sin embargo, unas pocas personas —alrededor del cuatro por ciento de la población mundial— tienen la fortuna —o la maldición, según sea el caso— de seguir experimentando el mundo de esta manera durante el resto de sus vidas. Ven el color rojo al tocar una superficie áspera, sienten el sabor de la vainilla cuando oyen un do mayor, huelen una pieza de Mozart y escuchan la música del compositor austriaco al probar un pedazo de chocolate vienés. Y no es que, por asociación, imaginen estas sensaciones, sino que las tienen en realidad. A dicho padecimiento se le conoce como sinestesia, que puede definirse como “la asimilación conjunta de varios estímulos sensoriales” y, según un estudio realizado en la Universidad de California, se debe a una activación cruzada de áreas adyacentes del cerebro que procesan distintas informaciones de los sentidos.
Esta vorágine sensorial puede suponer una pesadilla para algunos. Otros, en cambio, sienten que fueron bendecidos con ella, pues estira y retuerce los límites de su percepción, al tiempo que nutre su vena artística con los más insospechados multivitamínicos de la creatividad. Escritores como Vladimir Nabokov y Arthur Rimbaud, pintores como Vasili Kandinski, y músicos como Stevie Wonder y Tori Amos —entre otros reconocidos artistas— deben parte de su genio a dicha condición. Kandinski, por ejemplo, producía acordes visuales en sus pinturas, cuyos títulos —”composiciones”, “improvisaciones”, “sinfonías”— constantemente aluden a una terminología propia de la música, pues para él estas dos artes formaban una vibrante y colorida unidad; en tales obras, las notas agudas se traducen en formas de tonos luminosos, y las graves se manifiestan con trazos contundentes, oscuros. Rimbaud, por su parte, les asignó colores a cada una de las vocales —la a era negra, la e, blanca, la i, roja, la o, azul y la u, verde— y decía que el único camino por el que un artista podía llegar a las verdades de la vida era preparándose para “un largo, inmenso y planeado desorden de todos los sentidos”.[1]
Sinestesia sin drogas
La mayoría de nosotros no experimenta la sinestesia desde la lactancia, pero ¿hay algo que podamos hacer para inducirla o recrear esa mescolanza sensorial? El camino fácil sería ingerir una dosis de mescalina o de dietilamida de ácido lisérgico —comúnmente conocida como LSD—, que intensificarían las conexiones nerviosas entre los sentidos, pero cuyo uso tiene implicaciones controversiales y delicadas sobre las cuales prefiero mantenerme al margen. Otra opción es probar la máscara de sinestesia diseñada por el ingeniero aeroespacial Zachary Howard, que permite oler los colores.[2] Y una alternativa más consiste en entrenarnos para simular la sinestesia haciendo asociaciones que nos permitan alcanzar nuevas alturas creativas. A continuación, te propongo algunos ejercicios que podrían ayudarte a lograrlo.
- Fusiona música y color. Reúne lápices de colores y una hoja de papel. A continuación, reproduce una canción con una estructura poco lineal, que posea muchas texturas y matices —ya que Tori Amos padece sinestesia, sería interesante experimentar con alguna de sus canciones, como “Precious Things” del álbum Little Earthquakes, que puedes escuchar en YouTube—, y deja que la música te indique los colores y las formas que tu mano irá trazando sobre el papel. Al final, tendrás una muestra de cómo “se vería” dicha canción.
- Colores, texturas y sabores. Observa durante algunos segundos esta obra sin título del artista letón Mark Rothko, que quizá te haga pensar en una paleta de hielo. Cierra los ojos e intenta degustar los sabores que el cuadro te hizo evocar. Esfuérzate hasta que puedas sentir su textura y las diferentes facetas del sabor desgranándose en tu lengua, como sucede cuando piensas en morder un limón y comienzas a salivar. Ahora abre los ojos para que los colores se fundan con las sensaciones gustativas.
(Imagen tomada del artículo “MARK ROTHKO’S INFINITE DARK”, de Edd Norval)
- Asocia letras, sensaciones y colores. Observa estas letras: A w I f Z b M. A continuación, piensa: ¿qué te hace sentir cada una de ellas?, ¿con qué las relacionas?, ¿qué imágenes vienen a tu mente al traerlas a tu pensamiento?, ¿de qué color serían y por qué? Aquí cabe recordar al escritor español Alex Grijelmo y su libro La seducción de las palabras, donde afirma que no sólo el sonido, sino también la forma de las letras evoca significados inconscientes relacionados con conceptos ricos en simbolismos. Así, por ejemplo, “la o parece una serpiente que se muerde la cola, un laberinto sin salida, y lleva los valores del color negro, cuyo sonido se asocia a lo fúnebre tal vez porque nekro llegó al español desde el griego para nombrar a la muerte”.
- Sabores con ritmo. Véndate los ojos y pídele a un amigo que te dé a probar algunos alimentos secretos. Después, reflexiona: si tuvieras que asignarle una nota musical a cada uno de ellos, ¿cuáles serían y por qué? Imagina: ¿cómo sonaría una manzana o una nuez o una cucharada de helado de vainilla? Tus respuestas, además, develarán uno que otro secreto sobre ti mismo, pues son reflejos de tu inconsciente. Así, por ejemplo, alguien podría relacionar el sabor de una fresa con la nota más grave del espectro audible porque de niño —aunque quizá no lo recuerde conscientemente— se intoxicó con uno de estos frutos.
- Historias con música instrumental. Escucha el adagietto de la sinfonía nº 5 de Gustav Mahler. Ahora, prepara una hoja de papel y un lápiz y, conforme vaya avanzando la pieza, escribe todas las palabras que la música te vaya haciendo evocar. La idea es que escribas sin pensar demasiado. Si realizas este ejercicio junto con más personas, te sorprenderá ver que existen coincidencias entre sus listados, pues la música es capaz de expresar historias enteras sin necesidad de una sola palabra. Además, al investigar el contexto en que Mahler compuso esta obra, verás que las palabras que escribas en el papel no estarán muy alejadas de su realidad.
Mientras practicas estos ejercicios, y otros que se te ocurran, te irás dando cuenta de que existe una correspondencia casi natural entre los estímulos sensoriales, como si fueran distintas expresiones de un mismo lenguaje que, a la vez, es único, pues cada persona lo interpreta desde el muy particular mundo de sus sentidos.
[1] Diane Ackerman, Una historia natural de los sentidos, Anagrama, 2000, p. 335.
[2] La máscara funciona a través de unos sensores en los dedos que registran los colores de los objetos. Esta información es enviada a un brazalete conectado a la máscara, el cual tiene un procesador que analiza los tres colores primarios —rojo, verde y azul— y los traduce en los aromas que desprenden tres tubos. Para generar el resto de los colores, la máscara dispensa cantidades proporcionales de los colores primarios, como si fueran los pixeles RGB de un monitor.