El crítico interno —o mis diálogos con ‘la loca de la azotea’—

Francisco Masse

De buen humor

Cuando uno es niño, la familia y la escuela nos enseñan la idea de “la conciencia”: esa vocecita interna que, como el Pepe Grillo de la película de Disney, nos enseña a distinguir el bien del mal, lo que es correcto y lo incorrecto, lo que se debe hacer y lo que no. Y así crecemos algunos: derechitos, bien portados, con dieces en la boleta y los zapatos bien boleados, esperando a convertirnos en hombres y mujeres de bien.

Con el tiempo, crecemos, nos hacemos adultos y seguimos un camino que es un poco el que nos dijeron que debíamos seguir y un poco el que nosotros elegimos recorrer. Pero nadie podrá negar que muchos —aun con hijos, barbas, canas y deudas bancarias— seguimos escuchando esa voz, aunque a estas alturas ya ha vivido muchas cosas y a veces suena un poco rasposa, repetitiva y es bastante desconfiada: por eso se le llama “la loca de la azotea”.

Así, como suena: es como si en la azotea del edificio o la casa viviera una señora de muy mal humor, frustrada con la vida, asustadiza y muy negativa, que viste de camisón y usa tubos, fuma nerviosamente todo el tiempo, sufre de insomnio y siempre está soltando críticas, juicios y escenarios catastróficos, con el pretexto de que es la voz de la experiencia y “está tratando de protegerte”.

Cortesía de https://open.spotify.com/playlist/2C5czvCM1UqwWHW0ibF6j4

Esa trastornada señora, la “loca de azotea”, tiene sus ideas. Cree en la rectitud de la vida, por ejemplo, y por eso a cada tanto me dice: “Debiste haber sido médico, como quería tu madre; hoy ganarías mucho dinero, estarías felizmente casado y serías un hombre respetable”. También piensa que el trabajo duro es la única manera de salir adelante, y por eso muchas veces me atormenta con sus reproches cuando salgo de vacaciones o, simplemente, me doy un respiro.

“Deberías estar trabajando, Francisco; ya descansarás bastante en la sepultura”, sentencia la ilustre señora, con aire de suficiencia. Antiguamente, una palabra suya bastaba para enfermar mi alma por días; ahora, gracias a algunas terapias y lecturas, soy capaz de cuestionarla, de debatir con ella y, a veces, hasta de desmontar sus argumentos. Pero ella hace valer su derecho de antigüedad.

“¡Ya cállese, señora, que no me deja dormir!”, le digo a veces a eso de las tres de la mañana, cuando sus incesantes angustias pasean de lado a lado por mi mente adormilada. Que si el trabajo mañana, que si el contador, que si se va a acabar el gas; y ojalá sólo fuera eso: cuando entra en el mood de “A ver, dime: ¿qué has hecho con tu vida?” y me compara con otros que han tenido logros que yo sólo anhelo, casi puedo sentir su sonrisita triunfante como la de un jugador de ajedrez que acaba de aplicar un jaque mate a su oponente.

Con todo, he leído que la intención de esa voz es, como dije, protegerme, librarme del dolor de las pérdidas o de los fracasos. Un mecanismo primitivo de supervivencia, pues, para evitar que corra riesgos innecesarios y me quede donde estoy, en mi cuevita, aunque no me sienta a gusto, un poco como mamá cuando me prohibía salir “porque las calles son peligrosas y aquí tienes todo”.

En algunas etapas de mi vida, la señora se ha puesto tan intensa que he tenido que recurrir a medicamentos para acallarla. En otras, he logrado obtener cierta coherencia de su parte, y muchas veces más de plano la ignoro y le digo que le hable a la palma de mi mano mientras hago con mi vida lo que se me hincha la gana. Pero la doña es paciente y sabe esperar a la mañana que sigue para clavarme la dolorosa puntilla de la culpa.

Así las cosas y llegando al medio siglo de vida, empiezo a pensar que nunca podré ejecutar la orden de desalojo contra esa señora loca que vive en la azotea, por la sencilla razón de que soy yo mismo enfundado en ese disfraz ridículo para eludir la responsabilidad de sentirme vulnerable, inseguro.

Entonces quizá será mejor que empiece a subir más seguido a dialogar con la loca, y en una de esas hasta la persuado de bajar al mundo, de vivirlo y experimentarlo en carne propia y no desde las alturas de su desconfianza, a ver si con eso se convence de que, sí, allá afuera están todos los riesgos pero también una multitud de placeres y de que vale la pena vivir ambos.

“¿Y ya vas a mandar este texto, Francisco, o vas a empezar el año entregando a destiempo? Por cierto, te pudo haber quedado mejor…” ¡En fin!

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