Estudié derecho. Claro que, dueño desafortunado que soy de un espíritu dubitativo e indeciso, había contemplado algunas otras opciones. Pero no muchas. Y al final del día, para ya no andarle dando vueltas a las cosas, me orienté por la formación jurídica. Digo formación y no vocación porque la formación puede ser elegida. Con la vocación no pasa lo mismo: la vocación lo elige a uno. La vocación, dicen, lo va a buscar a uno a su casa.
Mi padre estaba contento, no porque fuera abogado y sintiera que lo imitaba, sino justamente porque no lo era. Él había estudiado carreras —sí, en plural— de otra naturaleza, pero se había quedado siempre con el arrepentimiento de no haberse convertido en abogado. Que su hijo mayor lo fuera era algo que lo hacía henchirse con ese orgullo extraño que sólo los padres experimentan; un orgullo prácticamente incomprensible para quienes no tenemos descendencia: el que se tiene de los logros ajenos como si fueran propios. Sin embargo, al final del primer semestre, lo llamé por teléfono para decirle que eso de la carrera de abogado no me estaba gustando tanto y que mejor me iba a cambiar a alguna otra cosa. No se enojó, pero fue muy severo y contundente al decirme que no podía tirar la toalla tan pronto; me conminó a que le pusiera empeño y siguiera. Más bien me lo ordenó. Sabrán ustedes que es máxima secular aquella que apunta con el dedo a quienes dejan las cosas a la mitad o, peor aún, las cosas recién empezadas. Así que seguí, por haber hecho esa sofisticada reflexión sobre la mitad y la no mitad, y también porque soy muy obediente. Seguí y seguí, hasta que acabé y me titulé.
Tengo que hacer un par de aclaraciones. Verán: estudiar derecho no había sido una decisión tomada exclusivamente para apaciguar una frustración de mi padre-no-abogado, sino una decisión tomada porque en algún momento había deseado convertirme en diplomático y, después de recibir el consejo de un par de ex embajadores, me convencí de que Relaciones Internacionales era una carrera que tal vez no sería tomada muy en serio en el medio. Además, había otra razón muy poderosa: la romántica. Y sí: ¿qué puede saber de la vida un escuincle de dieciocho años? ¿Qué puede saber de lo que hace un abogado, si su única referencia a la profesión jurídica es una película con Al Pacino y Keanu Reeves en la que los abogados viven en la opulencia, se visten con trajezazos y se acuestan con mujeres de esas que no existen en la vida real?
Mientras estudiaba la carrera comencé a trabajar en un despacho, y en otro, y en otro. Trataba de convencerme de que la profesión me gustaría, diciéndome que tenía que encontrar la rama del derecho que me cuadrara. Y de tanto andar de rama en rama, me caí del árbol de Ulpiano. El último despacho en el que trabajé se dedicaba, entre otras cosas, a elaborar complicadísimos contratos de exploración y explotación petrolera. En él duré casi cinco años, tres de los cuales ya como abogado asociado. Me pagaban bien y pude comprarme trajezazos e invitar a salir a alguna mujer como las que había visto en las películas. Me hice también de una motoneta, y como vivía en el mismo barrio en el que trabajaba, no tardaba más de siete minutos en pasar de la puerta de mi departamento a la recepción del despacho. No obstante, fueron siete años de tedio; los últimos, ya dueño de la motoneta gris y de mis trajes también grises, los pasé en la gris rutina: moto-trabajo-moto-casa. Creo que me explico. ¿Qué hacía en el despacho? Traducciones, revisiones de antecedentes para preparar argumentos, investigaciones —también para preparar argumentos— y más traducciones. Mis días eran grises. Muy grises.
Y finalmente, luego de mucho cavilarlo y de darme cuenta —no sin una dosis generosa de espanto— de que la vida se me iba cumpliendo la misma tediosa rutina, llegó un día que fue distinto. Fue distinto porque exploté. No pude más. No permitiría que la vida se me fuera de largo en una ciclicidad pasmosa, mientras yo sólo miraba con los brazos cruzados. Entonces tomé la decisión: no sería abogado nunca más. Nunca más traduciría secciones de laudos arbitrales, ni redactaría contratos de prenda, ni iría a registrar marcas al IMPI, ni a hacer colas en el Instituto Nacional de Migración, ni acompañaría a acusados a comparecer en juzgados inmundos atestados de expedientes que nadie había leído a conciencia. Y, con una convicción que me hizo crecer unos veinte centímetros y me convirtió de pronto en el hombre más decidido de la Tierra, descolgué el teléfono, como había hecho hacía más de siete años, un día antes de que empezara el segundo semestre de la carrera, y llamé a mi padre.
—Voy a renunciar —le dije.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —me preguntó, sereno.
—No lo sé. Pero esto no. Y la decisión está tomada.
No recuerdo si me trató de convencer de que me estaba equivocando. Seguramente lo hizo. Pero yo estaba tan montado en mi macho que ni el gran Cicerón hubiera sido capaz de hacerme cambiar de idea.
Y aquí estoy. Tal vez un día toque a mi puerta la famosa vocación y me diga: “¡Ah!, ¡acá estás!, ¡ven conmigo y abandona la indolencia!” Sigo esperando a que algo ocurra, tras la puerta, cerrada y silenciosa, de la casa en la que vive aquel que cambió la profesión de abogado por la profesión del desempleado.