
…se trata de un gran espejo o de algo así, aunque no está hecho de cristal ni de metal… En cualquier caso, cuando se está ante él, se ve uno a sí mismo… pero no como en un espejo corriente, desde luego. No se ve el exterior, sino el verdadero interior de uno, tal como en realidad es.
Michael Ende, La historia interminable.
Cuando tenía doce o trece años, en el salón de clases me apodaban He-man. Desde luego, esto no se debía a que yo fuera una especie de vikingo espacial: no medía 2.20 metros, ni era rubio, ni tenía cuerpo de fisicoculturista, ni mucho menos me creía “el hombre más poderoso del universo”. Todo lo contrario: era un niño exageradamente tímido, medía 1.80 metros y pesaba alrededor de 45 kilos. Si el verdadero propósito del mote hubiera sido no una cruel y sarcástica burla, sino reflejar fielmente mi apariencia, muy bien podrían haberme nombrado Ichabod Crane.
Quien piense que la burla de ser un He-man-de-a-mentis me provocaba malestar —sobre todo en esta época donde se ha dado por llamar “generación de cristal” a los adolescentes contemporáneos, debido a su fragilidad para lidiar con los problemas cotidianos—, estaría completamente equivocado. Yo amaba ser He-man, aun si sólo lo era por apenas unas horas en la escuela, porque era un declarado fan del dichoso personaje.
La verdad es que jamás estuve obsesionado con mi apariencia física. Todos los “¡come bien!”, “¡niño de Biafra!”, “¡muerto de hambre!”, “¡desnutrido!” y multitud de crueles etcéteras, me tenían sin cuidado. Se puede decir, sin temor a duda, que fui un esqueleto andante de enorme nariz hasta después de ya varios años de casado, y no experimenté ninguna clase de angustia por ello… Pero la indiferencia no duró eternamente.
Un día cercano a mi cumpleaños cuarenta, mientras me veía frente al espejo, se me escapó el aplomo del chamaco despreocupado. Miré, como por primera vez, mi rostro requemado por el sol, surcado de arrugas, ojeroso, muy fatigado. Ni qué decir del exceso de grasa que ahora, al fin, se acumulaba en la panza, los pectorales y los tríceps. Pero, aun más que aquello, lo que verdaderamente me hería era el reflejo de alguien que, a mi parecer, era un tipo sin resultados, sin triunfos, sin trascendencia, sin grandes logros, sin muchas posesiones materiales ni dinero de sobra en el banco. Aquella experiencia me hizo entrar en una fuerte crisis de depresión y ansiedad que incluso me llevó a tomar medicamentos para lograr sobreponerme.
El oscuro trance duró más o menos un año. Gracias al apoyo incondicional de mi familia, y a mi tendencia inherente a descansar en la creencia de un poder superior, logré que mi vida eventualmente retornara a la “normalidad”. Pero bien dicen por ahí que los monstruos que no vencemos por completo siempre regresan por la revancha.
Con ya varios meses en el actual confinamiento, comencé a percibir de nuevo esa sensación amarga: un entumecimiento similar al de mi crisis anterior empezaba a agolparse en mis pensamientos y en mi cuerpo. Decidí, después de mucho batallar conmigo mismo, plantarme otra vez frente al espejo; pero en esa ocasión me pareció que pude ver algo más. Entendí que, casi siempre, lo que vemos en nuestro reflejo es lo que creemos de nosotros, no lo que realmente somos. Y dichas creencias negativas están fundamentadas, en esencia, en los condicionamientos generados por los principios familiares, por las costumbres, por la publicidad, por las realidades establecidas por la norma, por los hábitos cimentados por las modas.
Aquel hombre frente a mí, cuyo desgaste físico era indudable, debía sentirse orgulloso: sus arrugas y ojeras no eran más que sus honrosas heridas de batalla, como las de un samurái. El fracasado, el inútil, el limitado que creía ver en mí, no era realmente yo, sino la persona que me habían enseñado a creer que era yo.
Insistí. Mirándome sin chistar, fui capaz de penetrar en mi propia mirada y descubrir a un pequeñito de unos cinco años que, aterrado, pedía que lo rescataran. Ese niño, que no era más que yo mismo, me rogaba a gritos que en vez de regañarlo, aporrearlo, exigirle y prohibirle, lo protegiera y lo amara. Yo, en esencia, era dos: un guerrero, sí, pero también un niño vulnerable necesitado de un muy fuerte abrazo.
En estos días, conocemos historias trágicas; algunas son resultado de la presente crisis —y ellas, desafortunadamente, se incrementan día a día—, pero si existe un aspecto positivo en todo esto, es que hemos sido capaces de poner un alto a la desenfrenada y enajenante “normalidad” en que vivíamos. Tal vez, sólo tal vez, hoy, querida lectora, querido lector, poseas el tiempo suficiente para plantarte frente al espejo, mirarte tal como eres, sin juicios ni prejuicios, y decidas abrazarte. Somos apenas una trillonésima de segundo en la historia del universo, una trillonésima fracción que nunca fue ni volverá a ser; entonces, no veo el motivo por el que debamos perder el tiempo aborreciéndonos a nosotros mismos en lugar de amarnos y aceptarnos tal y como somos.
