
Quizá no lo sepas ni lo sospeches —y quizá ni siquiera te importe—, pero este humilde sombrerero es padre. Y en los ahora lejanos días en que mi primogénita, hoy al borde de convertirse en una flamante universitaria, apenas podía ponerse en pie en sus piernitas para asirse del barandal de su cuna y gritar demandando atención —bueno, lo segundo no ha dejado de hacerlo—, estaban muy de moda las cintas y los compact discs —dos objetos hoy condenados a la más cruel de las obsolescencias— con versiones infantiles de las composiciones de Mozart. Incluso había una línea de dichos productos producida bajo la marca Baby Mozart.
El asunto aquí era que, o al menos eso se decía en las cajas, dichas melodías y armonías fomentaban el desarrollo intelectual de los pequeños, así como su concentración, y eran ideales para ponerlas de fondo mientras los bebés dormían o cuando los más grandecitos estudiaban o hacían sus tareas escolares. Así, los padres clasemedieros urbanos de la primera década del siglo XXI hacían lo que tenían que hacer: procurar por todos los medios a su alcance, y sin escatimar en gastos —porque uno como sea; pero, ¿y las criaturas?—, que los vástagos recibieran todos los estímulos y el apoyo posibles para desarrollar el máximo de sus capacidades —lo que sea que esto signifique. Y si unas cintas magnéticas o unos medios de almacenamiento, que las tiendas departamentales y los comercios especializados en capitalizar las preocupaciones de los padres primerizos nos ofrecían a precio de oro, podían catapultar el intelecto de los futuros herederos del mundo y convertirlos en los próximos Albert Einstein o Marie Curie, mal haría uno en no armonizar la siesta con la Eine kleine Nachtmusik interpretada en piano de juguete para revolucionar sus neuronas.
Y así fue como nos tragamos ese hermoso cuento y nos hicimos de la música del genio de Salzburgo. Pero, para nuestra decepción generacional, hace algunos años investigadores de Harvard han puesto el dedo en la llaga y nos han soltado, sin misericordia, la cruel verdad: no existen evidencias científicas para afirmar que escuchar a Mozart o tomar clases de música puedan aumentar la inteligencia de los hijos de nadie. Así de simple.
En 2013, el doctor Samuel Mehr de la Harvard Graduate School of Education, en asociación con la psicóloga Elizabeth Spelke, descubrió que la educación musical no tiene efectos cognitivos positivos entre los niños y que la música clásica no eleva el IQ de ningún menor de edad. Mehr señala como responsable de esta creencia generalizada a un artículo publicado en la revista Nature en octubre de 1993, titulado “Music and Spatial Task Performance”, en el que los investigadores Frances Rauscher, Gordon Shaw y Katherine Ky sostenían que un grupo de niños que escucharon por diez minutos una sonata de piano de Mozart obtuvieron calificaciones significativamente mejores en exámenes cognitivos y bautizaron este fenómeno como el “Mozart Effect”. Pocos años después, el estudio fue desestimado por la comunidad científica y sus propios autores reconocieron que todo el asunto se había exagerado y malinterpretado. Pero el daño estaba hecho: cientos de miles de cintas se habían vendido ya y, lo que es más importante, millones de personas en el mundo lo daban por cierto. Y en esta era de la post-verdad, uno sabe lo que eso significa: que aun cuando existan pruebas fehacientes que indiquen lo contrario, la mayoría seguirá aferrada a sus creencias previas. Y eso es más triste que el Réquiem de Mozart.
¿Qué nos queda, entonces? Pues lo mismo que se ha hecho siempre: educar con el ejemplo. Si los niños aprenden a hablar imitándonos, lo mismo sucede con la lectura, la inteligencia, el orden, la vocación científica o cualquier otra virtud que uno quiera inculcarles. Así que, en lugar de recurrir a cintas y artilugios mágicos para inculcar en tus hijos o sobrinos —si los tienes— el gusto por la música, disfrútala con ellos: ve a salas de conciertos, asiste a oír una sinfónica, compra discos de música clásica —existen recopilaciones muy amables, con los “greatest hits” de Bach, Mozart o Beethoven— o escucha playlists de este género. Porque una cosa sí es cierta: escuchar música clásica tiene grandes beneficios, y no sólo para tu cerebro, también para tu corazón. Te lo aseguro.
Hasta el próximo Café sonoro…
