
¿Qué es un general desnudo?, preguntaba el cantautor y filósofo argentino Facundo Cabral para explicar que en realidad no es nada. A pesar de la creencia popular, el hábito sí hace al monje, pues gracias a dicha prenda la gente lo reconoce como tal. Bien decía Hegel que nada es algo sin otra conciencia que lo reconozca. ¿Qué es un cura sin alzacuellos, un doctor sin bata y estetoscopio, un bombero sin uniforme, un policía sin placa, un astronauta sin traje espacial o un rey sin corona? Desprovistos de los simbolismos que les confieren identidad, son seres humanos tan comunes como cualquiera.
No hay nada natural en la sociedad humana: todo lo que nos rodea y nos conforma —ideas, religiones, valores, conceptos estéticos, ética, moral y tradiciones— es una construcción cultural, una serie de simbolismos, un esquema concebido para ordenar un mundo caótico. Si bien resulta difícil de aceptar, lo único que distingue al primate consciente que somos de los otros animales es nuestra capacidad simbólica, que radica en dotar de significado a las cosas de nuestro entorno.
A través del simbolismo comprendemos al mundo. Cualquier pensamiento humano es posible debido a que existen palabras para referirse a él, y las palabras —junto con la totalidad de ideas y conceptos— son una invención humana. Para acabar pronto, el origen de nuestro pensamiento está en el simbolismo.
El universo humano es simbólico y la vestimenta no es la excepción, ya que la proveemos de significado. Somos lo que vestimos y, como dije al principio, el hábito sí hace al monje. A continuación un ejemplo ideal: En 2005, comenzó su pontificado el ahora emérito Benedicto XVI, quien tuvo que soportar la carga de suceder a Juan Pablo II —hombre especialmente carismático y querido tanto por los medios de comunicación como por los fieles. En su presentación al mundo, Joseph Ratzinger no decidió jugar la carta de la sencillez para competir con su antecesor, sino que se mostró ataviado con la pomposa vestimenta medieval que distingue a un papa, rodeado de la parafernalia simbólica. El mensaje que intentaba comunicar era claro: No soy el individuo Ratzinger al que puedes querer o no, que te puede parecer simpático o no, SOY EL PAPA, y estoy rodeado de todos los simbolismos que lo comprueban para que no quede duda.
“Tengo serias razones para creer que el planeta de donde venía el Principito es el Asteroide B-612. Ese asteroide no fue visto más que una vez con telescopio, en 1909, por un astrónomo turco. Había hecho una gran demostración de su descubrimiento en un congreso internacional de astronomía, pero nadie le había creído a causa de su vestimenta. Los adultos son así. Afortunadamente para la reputación del asteroide B-612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, vestirse a la europea. El astrónomo repitió su demostración en 1920, con un traje muy elegante. Y esta vez todo el mundo estuvo de acuerdo con él”.
El párrafo anterior fue extraído de la célebre obra de Antoine de Saint-Exupéry, El Principito. La anécdota es real, el astrónomo se llama Mehmet Ben Behnet, y el dictador turco al que se refiere es Mustafa Kemal Ataturk. Lo que le ocurrió al desafortunado astrónomo es similar a cuando en nuestra juventud, como hombres, decidimos cambiar las típicas fachas por un traje; al mirarnos, nuestros padres y mayores no pueden evitar soltar el clásico: “Hasta que te vistes de gente decente”. Aparentemente, la decencia reside en un símbolo fálico que se cuelga uno del pescuezo y no en las acciones decentes.
Mustafa Kemal fue el creador de la moderna y laica República de Turquía, que sustituyó al Imperio otomano tras la primera Guerra Mundial. Aquel padre de los turcos emprendió una serie de reformas que pretendían un acercamiento entre Turquía y Europa, la gran representante de la cultura occidental. Kemal impuso el calendario gregoriano, el alfabeto latino, la política laica, la democracia parlamentaria y, por otra parte, abolió tanto el califato como los tribunales islámicos. Dichas reformas tardaban demasiado en transformar a la sociedad turca, así que también fue necesario introducir un código de vestimenta: prohibió el fez (gorro de fieltro rojo en forma de cubilete) y el turbante, desincentivó el uso del velo y promovió la moda del sombrero europeo. Mustafa sabía perfectamente que el primer paso para ser occidental era parecerlo.
Al observar las constantes humillaciones que recibía China por parte de las potencias occidentales, Japón decidió modernizarse a la europea a través de la llamada Restauración Meiji, que tuvo lugar de 1866 a 1869. Se implementaron reformas profundas en la estructura económica, política y social japonesa, que buscaban transformar al Imperio del sol naciente en una potencia moderna, aunque éstas no serían perceptibles sino hasta décadas más tarde. La primera medida fue cambiar la vestimenta, bajo la creencia de que aplicando los modos occidentales —vestir con los símbolos que los europeos relacionaban con la dignidad y el respeto— se ganaría la aprobación de los países de Occidente.
Un estudio de cognición corporal realizado en 2012 por el profesor Adam Galinsky de la Escuela Kellogg de Administración, en la Universidad Northwestern de Chicago, demostró que efectivamente el hábito hace al monje, al descubrir que la ropa que usamos cambia la actitud de los demás hacia nosotros e, incluso, modifica nuestros propios comportamientos, ya que, según el estudio: “La ropa afecta la forma en que somos percibidos por los demás y en que uno mismo se percibe”. En dicho estudio, se les entregaron batas blancas a los participantes para que las usaran; a unos se les dijo que eran batas de pintores, y a otros que de doctores. El cambio en los comportamientos fue notorio. Los que vestían “como doctores” incorporaron a su conducta ciertas actitudes que acompañan al estereotipo del médico: se mostraban serios, confiados, concentrados y científicos, es decir, asumían su nuevo rol. Este experimento también podría realizarse en una fiesta de disfraces, en la que seguramente observaríamos cómo las pautas de comportamiento cambian según la indumentaria.
La vida social es una construcción cultural donde más que individuos, interactúan los roles. Vestir de determinada manera proyecta un rol y es con dicho rol, no con la persona, con quien nos relacionamos. Se trata de un enganche psicológico que le da ventaja, por ejemplo, a un asaltante quien decide salir a la calle vestido de traje, disfrazado de “gente decente”. Algo similar ocurre cuando un hombre harapiento se acerca a pedirnos limosna y, por lo general, terminamos dándole cualquier moneda, pero si lo hace un trajeado pretextando que le robaron su cartera, nos sentimos comprometidos a regalar un cantidad más alta.
Un cura vestido con ropa deportiva tiene la facultad de otorgar la absolución de los pecados o consagrar la hostia, pero muy pocos feligreses se sentirían cómodos recibiendo un sacramento de manos de alguien que no lleva sotana. Así que convendría que al famoso refrán sobre el monje y su hábito se le cambiara una pequeña palabra.
