El Libro de los Muertos —Instrucciones de los egipcios para el Más Allá—

El Libro de los Muertos —Instrucciones de los egipcios para el Más Allá—
Nayeli Falcón Robles

Nayeli Falcón Robles

Mente y espíritu

La muerte física no es más que la transformación de la conciencia, lo desconocido y lo invisible que nos habita, un estado más, quizá perfecto, que cada quien experimenta en el instante de su nuevo nacimiento en la tumba.

La muerte no es un fin sino un comienzo en el que lo visible se confunde con lo invisible en el tiempo y el espacio; o al menos eso creían los antiguos egipcios, que habían aprendido a conocer mucho mejor el mundo de los muertos que el de los vivos, y no creían que hubiese algo más importante que alcanzar la vida eterna, con la esperanza de volver a nacer en el Más Allá.

Renacerían con su Ka —su doble, su otro yo—, imperecedero, inmortal, que todo ser vivo recibe antes de nacer. El Ka asegura al muerto la continuidad de la vida, es símbolo del Yo eterno. Igual que el Sol, que desaparece cada día para renacer al siguiente, el hombre muere para despertar a una nueva vida. Pero ese renacimiento no está exento de peligros, así que el difunto tendría que librar algunos obstáculos. Pero para ello contaba con una guía.

Primero, el difunto debía ser embalsamado para mantener su cuerpo incorrupto, ya que si éste alcanzaba la putrefacción, el alma no podría alojarse ahí y estaría condenada a desaparecer. Para que ésta realizara su viaje a lo desconocido, a un lado de la momia se depositaba un papiro con unas doscientas fórmulas mágicas y redentoras, letanías y sortilegios que permitían realizar el viaje por las doce regiones de la Duatel inframundo—, reconocer a los dioses y guardianes de las ciudades, saber despertar su benevolencia y, sobre todo, no dejarse sorprender por los espíritus y demonios que devoran el nombre, la memoria o las entrañas.

El ba de una persona muerta flotando sobre su cuerpo

A este papiro se le conoce como Libro de los muertos y contaba con ilustraciones por medio de las cuales el difunto superaba las trabas del camino hacia los campos de Ialu, gobernados por Osiris en el Más Allá. Por tanto, no había sólo un libro de este tipo, sino que cada difunto era enterrado con el propio. Cabe aclarar que el nombre real es Libro de salida al día, y los textos que nosotros conocemos son la recopilación de los papiros que han realizado los egiptólogos modernos. Así, se entiende que El libro de los muertos es obra de los dioses y una de las más antiguas producciones del espíritu humano.

El papiro tenía un coste tan elevado que sólo podían financiarlo los más adinerados; quienes no podían permitirse este lujo añadían un papiro con algunas fórmulas y letanías, y los menos afortunados aprovechaban la oscuridad de la noche para enterrar al difunto cerca de alguna tumba lujosa, a fin de que pudiera aprovechar los sacrificios fúnebres de ésta. Después de todo, se dirigía a un mundo donde no habría diferencias entre ricos y pobres.

Había papiros lujosos y otros sencillos, con contenido variado, pero todos solían mostrar el peregrinaje del fallecido por la Duat, el inframundo que comprendía doce regiones, correspondientes a las doce horas de la noche, momento en que el difunto se ponía en marcha hacia la vida.

En la primera hora, el difunto veía a la serpiente guardiana en la puerta de la Duat vomitando llamas; entonces los sacerdotes leían las primeras letanías en el momento en que el Ka dejaba la tierra: ¡Oh, tú único que brillas en la Luna! ¡Oh, tú único que resplandeces en el Sol! Haz que (nombre del difunto) salga de entre aquellas multitudes tuyas que están afuera… Haz que el más allá se abra para él.

En la segunda y tercera horas, el difunto pasaba al mundo de las almas, Anrutef, honraba al Sol convertido en cadáver, iniciaba el viaje a bordo de la Barca Solar por la Duat y se preparaba para expulsar “las inmundicias de su corazón”. En la cuarta y quinta horas, veía al Sol pasar por las cavernas de Sokaris, el antiguo dios de los muertos, y la barca sagrada se deslizaba entre las tinieblas de la noche.

En la sexta hora vería millares de almas pájaro y diosas sosteniendo las pupilas de Horus, a Khepen el escarabajo y a serpientes de cinco cabezas. El difunto estaría ante Isis en la séptima hora y vería a los enemigos de Osiris decapitados y al dragón Apofis, que bebe agua debajo de la barca y trata de impedir su camino por las aguas. En la octava escucharía el clamor de los resucitados saliendo de sus moradas bajo tierra, alabando al Sol.

Si se conocen las letanías correctas, el alma volvería a encontrar el soplo de vida y, el difunto adquiriría una nueva memoria que jamás se corrompería. Se elevaría entonces hacia el Sol y adquiriría nueva sabiduría para presentarse ante el tribunal que lo colocaría entre los condenados o los dichosos, y lograría así escapar de los dioses que se disputan por arrancarle el corazón.

El difunto era llevado entonces ante Osiris y su corazón se pesaba en una balanza frente una pluma que representa a Maât, diosa de la verdad y la justicia. Si había sido bueno, accedía a la vida nueva como espíritu transfigurado; si era impuro sería lanzado a la diosa Amémet, “La tragona”. Si resultaba dichoso, su alma podía ser integrada en el universo celeste, el de los bienaventurados y ser llamada por su nombre de eternidad, lo único auténticamente suyo, y su naturaleza sería igual que la de los dioses.

De la novena a la undécima horas, el difunto atravesaba agua y fuego, los remeros regresaban a sus cavernas abandonando la barca solar, la cuerda que guió la barca se convertía en una serpiente y un escarabajo se posaba cerca del Sol. Finalmente, en la última hora vería renacer al Sol en forma de un escarabajo, Nut alumbraba ese nuevo sol que saldría de entre sus muslos y aparecería fuera de su pubis.

Las ultimas letanías debían decirse en el momento de la purificación del alma, cuando se convierte en Osiris y alcanza la perfección definitiva, aquélla que será eterna en el tiempo y el espacio, cuando se fusione con la luz creadora y cuando por ella el difunto resplandezca en el cielo en la morada de Osiris: He sido juzgado y reconocido justo, tuve poder sobre mis enemigos y me sobrepuse de aquellos que querían dañarme. Mi fuerza es mi protección. Soy el hijo de Osiris…

De esta manera, el Yo eterno resplandece en la eternidad. El Ka concilió con la buena voluntad de los dioses y ofreció en estado de pureza su vida sobre la Tierra. Todo lo que pasó durante esta noche es poco comparado con la eternidad. Es así como comprendemos por qué era tan natural para el egipcio soltarse de su cuerpo terrestre y revestir a continuación un cuerpo de luz.

La muerte marcaba un tiempo de espera, una evolución, un nacimiento verdadero que llevaría al difunto a la vida eterna. Es posible aprender una lección de los egipcios, ya que en nuestro tiempo vivimos con temor a la muerte, a lo desconocido, a lo que vamos a encontrar tras ella. Los seres morimos nuestra vida y vivimos nuestra muerte, por eso debemos ser capaces de amar y disfrutar profundamente, y no sólo resignarnos a sobrevivir el día a día…

Cierre artículo

Recibe noticias de este blog