El “momento justo” es cuando por fin abres ese libro que tuviste olvidado durante años y descubres que de haberlo leído antes o después no habría tenido tanto impacto en ti. O, también, cuando un libro parece tener —y no sabes por qué— una respuesta iluminada a un problema que tienes en tu vida en el momento que lo estás leyendo. Ese momento tiene, como vemos, dos caras y, para mi suerte, me ha tocado vivir ambas en más de una ocasión.
Sobre los libros respuesta, mi anécdota coincide con un momento de mi vida del que ya he hablado en Bicaalú. De Herman Hesse ya había explorado títulos como Narciso y Goldmundo, Demian y Gertrudis y, en mi momento de ir sin rumbo y sin saber qué hacer conmigo mismo, me topé con Siddhartha, que narra la vida de un joven indio de familia acomodada, el cual, junto con su amigo Govinda, decide abandonar el hogar para buscar respuestas acerca de la vida, la riqueza, el amor y la paz.
En el camino, el joven hace de todo: desde convertirse en asceta hasta volverse discípulo de un viejo barquero que ayuda a cruzar peregrinos de una orilla a otra del río, pasando por ser comerciante y amante de una prostituta, aprendiendo algo de todos los personajes con los que se topa. Incluso se encuentra al “otro” Siddartha, el Buda, de quien Govinda se hace discípulo. Pero nuestro Siddhartha continúa su viaje y encuentra las respuestas que busca en el barquero Vasudeva y en su amigo, el río.
Dos momentos del libro fueron clave para mí: el primero es cuando Siddhartha aprende que la vida no se trata de ser como una flecha que, tras ser disparada, va siempre en línea recta hasta dar contra el blanco, sino de disfrutar todo lo que nos rodea mientras caminamos la existencia, incluso si para ello nos desviamos del rumbo que nos habíamos trazado. La meta está allí y no se moverá, así que disfruta mientras llegas a ella.
El segundo momento, quizá el más importante por su sencillez, es cuando Siddhartha —y, junto con él, el lector— por fin se da cuenta de que la esencia, las respuestas y el universo entero están dentro de uno mismo, y de que experimentar este hecho es la iluminación de la que todos somos capaces, pues tenemos esa posibilidad desde que somos engendrados.
Ambos momentos del libro me salvaron de quedarme en un fondo que ya había tocado, y a descubrir por dónde podía salir de él. Y como llegamos a esos fondos más de una vez en la vida, la lección aprendida nos sirve —o debería servirnos— hasta el momento en que volvemos a ser energía.
Sobre los libros que llegan cuando uno debe leerlos, y no antes o después, y se meten en nuestra vida, tengo varios ejemplos. Compartiré dos.
El primer volumen de El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien, lo compré simplemente porque su portada llamó mi atención durante años cuando entraba a una famosa tienda departamental buscando algún libro. Ni el autor ni el título me decían nada entonces, pero cuando compré el libro éste se apoderó de tal forma de mi imaginación que el primer volumen lo leí en un mes, el segundo en una semana y el tercero lo terminé “en sentada y media”. Desde entonces los releo al menos una vez cada dos años.
En otra ocasión, en las cajas de un restaurante de cadena me encontré con tres libros cuyas extrañas portadas llamaron mi atención. Cuando por fin llevé a casa los tres volúmenes, los leí “de un jalón” y, a mis casi treinta años, reviví el terror de leer recostado en la cama sabiendo que estaba solo en casa y pensando que una entidad maligna me observaba incesantemente.
La colección se llama Relatos de los mitos de Cthulhu y contiene relatos de varios autores que giran en torno a seres de la “cosmogonía monstruosa” creada por H.P. Lovecraft, cuyas creaciones —y las de sus secuaces literarios— están entre mis lecturas favoritas de la vida.
En ambos casos, hasta el momento de la compra no tenía ningún antecedente, recomendación o chisme sobre los autores y sus obras; me aficioné a su lectura en el momento justo sólo porque las portadas me encantaron.
Desde entonces, para mí el encanto de un libro radica en que éste puede decirme: “Ven, mírame, hojéame, convéncete, cómprame, léeme, aunque no me conozcas”; es el perderme en los pasillos de una librería y, con un poco de suerte, toparme con un autor desconocido, una portada atractiva, una contraportada bien redactada e intrigante que basta para desear el libro.
Siempre lo he pensado: por muy malo que sea un libro o por mucho que me haya equivocado al elegirlo, su lectura jamás será tiempo perdido, pues en cada ocasión habrá de dejarme algo bueno.