El nombre: tu dote… o tu azote —una frívola reflexión sobre los nombres y la personalidad—

El nombre: tu dote... o tu azote —una frívola reflexión sobre los nombres y la personalidad—

Francisco Masse

De buen humor

Justiniano, Ponciano, Luciano
son tres nombres de fin maloliente…

“Herculano”, de Chava Flores

Advertencia: lo que estás a punto de leer es un artículo humorístico, que de ningún modo debe tomarse al pie de la letra. Si portas alguno de los nombres aquí mencionados, y te sientes agraviado por su descripción, por favor considera que toda regla tiene una honrosa excepción que la confirma.

Mi nombre completo es Juan Francisco. Juan, por el bautista del río Jordán que tiene su fiesta el día de mi cumpleaños, y Francisco por el santo calvo de Asís que recibió los estigmas de Jesús de Nazareth, que hablaba con los animales y que estableció una orden cimentada en la pobreza del bolsillo y la riqueza del alma…

Pero eso no importa: lo que importa, en realidad, es cómo me dicen: poca gente me llama Juan Francisco, y lo agradezco porque ese epíteto extendido lo usaba mi madre para convocarme, con el ceño fruncido, a comparecer por un vidrio roto, una mala respuesta a una tía o por un nueve en la boleta de calificaciones —excelencia ante todo, por favor—, así que podrás imaginar que no me trae el mejor de los recuerdos; algunos otros me llaman Juan, pero tiendo a corregirlos de inmediato, porque aunque es un nombre hermoso, así solo suena lacónico, escaso, agreste, más propio de la gente campechana, modesta en exceso o de plano anónima —un Juan cualquiera, pues—; la mayoría me llama Francisco, y quienes portamos este nombre nos dividimos en dos: los Panchos, que suelen ser extrovertidos, divertidos, medio machines y hasta juerguistas, y los Pacos, que somos más reservados, introspectivos, serios y hasta un poco callados.

De reyes, reinas, santos y vírgenes

Nunca es bueno generalizar. Pero, ¿has notado cómo un extraño azar provoca que existan ciertos rasgos comunes entre quienes comparten un nombre, como si el santo patrón, el héroe, el rey o el personaje ilustre que inspiró el apelativo ejerciera una influencia determinante en estos sujetos? Ve tú si no:

Comencemos con los nombres de los reyes de la antigüedad. Casi siempre se trata de personas pagadas de sí mismas, confiadas, incluso un poco ególatras. En esta categoría se encuentran los Luises, como los monarcas de Francia, incluido el Rey Sol, quienes sienten que la habitación se ilumina cuando ellos entran; los Arturos, belicosos como aquél que extrajo la espada de la piedra; los Carlos que, como el rey barbón de la barra de chocolate, gustan de ocupar un trono doquiera que se encuentren y no demandan pleitesía: la esperan con certeza; los Felipes, como aquél a quien denominaron “El hermoso”, que profesan un amor incondicional por sí mismos, por la imagen que les devuelve el espejo, por las ideas que brotan de sus mentes y las palabras que salen de sus bocas; los Enriques, un poco caprichosos como los dramas shakesperianos; los Césares, en cuyo nombre resuenan ecos imperiales, y los Fernandos que, como “El católico”, suelen distinguirse por una majestuosa mesura.

Algo similar sucede con ellas: las Victorias, un poco inflexibles y dominantes, como la que impuso una moral estricta en la Gran Bretaña; las Isabeles, o Isabelas, o Elizabeths, un poco consentidas por el trato de princesa que recibieron desde niñas; las Catalinas, un poco temibles pero de apariencia inofensiva; las Juanas, estoicas, sólidas, confiables, y las Margaritas, que son susceptibles como las flores y pierden los bellos pétalos si uno osa mirarlas feo.

Por otro lado, están los nombres de los mártires y de las vírgenes, que parecen dotar a sus portadores de un gesto compungido, una actitud estoica y un comportamiento recto… al menos en la apariencia. Ahí están Bernabé, Hipólito, Pedro, Bonifacio, Julián, Cosme y Damián, así como Lucía, Águeda, Engracia, Valentina, Felícitas, Inés, Cecilia y todas las demás vírgenes y mártires —con excepción de las Bárbaras, que normalmente hacen honor a la barbaridad, que no al barbarismo, de sus nombres.

En este mismo renglón cabrían las Teresas, como la de las visiones extáticas, que portan la moral como estandarte, y las Eduviges, cuyo nombre al ser pronunciado remite a una reputación intachable. Y mejor ni hablemos de las advocaciones de la Virgen María: de los Dolores y de los Remedios, del Rosario, del Carmen, del Pilar, del Rayo, del Amparo y del Socorro; de Lourdes, de la Candelaria, de la Paz, de los Ángeles y un largo etcétera. Y es que, siendo los padres quienes eligen el nombre otorgado en la pila bautismal, si éstos profesan una fe profunda, es muy probable que elijan una educación muy moral y muy cristiana para sus herederas —misma que se manifiesta, mal que bien, a lo largo de la vida— y, para santificarlas por el resto de sus días, las coronen con un nombre que huela a misticismo, a rosas y gloria celestial. Amén.

Los que son buenos y de los que hay que cuidarse

En el mundo hay gente que, sólo de verla, uno pensaría o confiaría que son buenos: casi todos contamos con la sincera y confiable amistad de un Jorge, un Sergio, un Antonio —o, casi siempre, Toño—, un José —los infaltables Pepes—, un Ignacio —a ver, Nachito, véngase p’acá—, un David, un Diego, un Manuel, un Miguel Ángel o un Víctor que, sin grandes aspavientos y sin vestir la casaca de héroes, se hacen notar a lo largo de la vida por la presencia constante o esporádica, pero casi siempre agradable y benéfica. Lo mismo sucede con las Anas —que son escuetas como su nombre, además de confiables y un poco porfiadas—, las Verónicas, las Lauras y las Alicias —o, cariñosamente, Lichas.

Hay unos que hacen honor a la fonética y la semántica de sus nombres —Lorenzos, entre los que se cuentan algunos deschavetados; Benitos, que son buenos y bonitos; Aídas, con frecuencia inspiradas por la ópera de Verdi y que, por lo mismo, difícilmente carecen de dramatismo en su vida, y los Cándidos, que siguen pecando de ídem—, y otros que en el exotismo y el glamour de sus nombres llevan la penitencia: Alain, Bogart, Giovanni, Cuauhtémoc o hasta Nabucodonosor, Jennifer, Claire, Stephanie, Zaira, Jazmín y Gina.

Finalmente, habrá que pasar lista a aquellos cuyo nombre casi siempre presagia una relación difícil, tormentosa y a veces hasta imposible; repito: si hallas tu nombre en este párrafo, no te me ofendas. Empecemos: Armando, que suelen ser confiables y de apariencia inofensiva, pero a menudo tienen la vida personal hecha un lío; Gabriel, que por desdicha —aunque no siempre— son de “lo peorcito”: pusilánimes, mustios, pasivos, agresivos y con un temperamento de mírame-y-no-me-toques; Karla, vive en otro planeta, del que rara vez uno regresa ileso; Paola, un tanto inestable, un tanto voluble, un tanto caprichosa; Alejandra, que tiende a imponer su punto de vista y emberrincharse si no se hace lo que ella quiere; Andrea, siempre tan coqueta y ojialegre; Patricia, siempre en la búsqueda del siguiente vagón del tren, y Claudia, siempre tan fijada en la imagen que le rebota el espejo. Y ya, porque tampoco hay que hablar mal de todo el mundo.

Total que, al parecer, nadie se salva. En todos lados se cuecen habas y todos sabemos de qué pie cojeamos. Así que mejor lleva la fiesta en paz y elije a tus amigos cuidadosamente, tomando precauciones del azote que viene con su nombre y festejando las dotes que lo acompañan, porque ni el león es tan fiero como lo pintan, ni tampoco el pasto es más verde del otro lado de la cerca. Y, de todos modos, Juan te llamas…

Cierre artículo

Recibe noticias de este blog