El obsoleto arte de contar chistes

El obsoleto arte de contar chistes

Francisco Masse

De buen humor

En este mundo donde reina lo efímero, algunas cosas cambian, evolucionan y se adaptan al paso de los tiempos; otras, sin duda menos afortunadas, terminan su existencia de golpe y sin tiempo para asimilar su ausencia; por último, hay otras más que se extinguen de a poco, como el fuego de una fogata, o van desvaneciéndose como una embarcación que se oculta lentamente bajo la línea del horizonte. Una de estas últimas es, tristemente, el obsoleto arte de contar chistes.

Y, ¿por qué digo que era un arte? Porque contar chistes exigía ciertas dotes de histrionismo, de imitación y de interpretación, amén de buena memoria: de frente al amigo, la familia o “los cuates”, el cuentachistes abría con una premisa —“Ahí tienen que estaba un gringo, un danés, un filipino y un mexicano…”—, sabía crear la atmósfera adecuada, encarnaba a los personajes con mímicas y voces, generaba la tensión necesaria y, como un golpe de gracia, remataba la situación inverosímil o chusca con una frase certera que generaba las carcajadas.

De estos chistes había de todos los gustos y colores: por ejemplo, estaban los chistes blancos, que por inocentes y carentes de malicia eran aptos para todo público y, también, los chistes colorados o “cuentos verdes”, en los que la gracia compartía escena con la alusión sexual, las palabras malsonantes, el albur y hasta ciertas parafilias. Casi siempre, éstos eran los mejores.

Chistes colorados o “cuentos verdes”

En esa era de bárbaros previa a la corrección política, lo mismo se mofaba uno de las pocas luces gallegas o yucatecas que de los largos alcances masculinos de la raza negra, de la avaricia o, digamos, la “capacidad de ahorro” regiomontana, y abundaban guasas, estereotipos y remedos que, de haber sido públicos y no destinados al ámbito familiar o privado, habrían sido motivo de marchas de la comunidad ofendida. Y que conste: yo sólo consigno, no apruebo ni ensalzo.

De igual modo, se contaban tipos de chistes: los “¿En qué se parece…?”, juegos de palabras que comparaban dos cosas totalmente disímiles como un pingüino y una serpentina, ya que uno “tirita de frío” y la otra “tirita de papel”; los “colmos”, hipérboles que sacan jugo de la ironía, como el albañil cuyo colmo es llamarse Armando Paredes; las obras o películas en tres actos, y otros en que hombres de nacionalidades diversas compiten o se topan con un mexicano que, con su maña e ingenio, siempre acaba venciéndolos o aprovechándose de ellos: un revanchismo que compensa los históricos complejos de nuestro pueblo.

Y si de contar chistes se trata, no se puede dejar de mencionar a dos protagonistas: el perico, al que por su capacidad de imitar la voz humana —y de repetir cualquier grosería que se le enseñe— se le dota de una inteligencia fuera de lo común y de un espíritu pícaro, como el que decía “Si no me agacho, me chi…flan”; y el casi ubicuo Pepito, un niño mexicano de extracto popular y edad indeterminada, cuyo inagotable ingenio sólo tenía par en su precocidad.

...el chiste como tradición oral parece diluirse con cada mensaje instantáneo que se comparte...

Hoy, estos chistes casi ya no se cuentan: más bien, se leen ya recopilados en internet o se distribuyen por vía electrónica, previamente convertidos en videos virales; así, el chiste como tradición oral parece diluirse con cada mensaje instantáneo que se comparte por el teléfono móvil.

El México del siglo XX conoció a cuentachistes legendarios: ahí estaba Flavio, “el de la libreta”, en la que supuestamente anotaba sus chistes; el chileno Lucho Navarro, regordete y de mirada estrábica, un genio de la imitación; algunos citarán al español Chiquito de la Calzada —y no, no es albur, pásenme ustedes a disculpar— pero yo, en su lugar, desde luego invoco a Polo-Polo, quien se hizo famoso por su lenguaje lépero y sus chistes geniales… con finales malísimos.

Pero donde antes se contaban chistes, hoy se comparten memes y se tuitean ocurrencias. Antes, frases como “¿Ya se saben el del padrecito que nomás se alzó la sotana…?” prometían dosis de risas compartidas; ahora, pulsar el botón de Retuit o de Compartir basta para intentar hacer reír a personas que ni conocemos; o, si estamos en persona, citamos un meme que vimos y los más perezosos incluso desenfundan su teléfono y lo muestran a la concurrencia.

En esta misma línea evolutiva, los cuentachistes de antaño han cedido su lugar a los standuperos, quienes recurren al monólogo, casi siempre en primera persona y, más que contar chistes, desmenuzan situaciones cotidianas o hablan peyorativamente de alguien: una celebridad, un grupo vulnerable o hasta de ellos mismos. Varios de estos personajes han tenido que ofrecer disculpas públicas por los excesos cometidos, con el pretexto de la comedia, ante el micrófono.

...los cuentachistes de antaño han cedido su lugar a los 'standuperos'...

Antes de que se diga o se piense: sí, el que escribe es de otra generación, está al borde de cumplir el medio siglo y con dificultad logra sustraerse de la nostalgia por otros tiempos. Y también he de decirlo: de niño, e incluso de joven, tenía la costumbre de contar chistes y había quienes decían que era bueno en eso; ese talento lo heredé de un tío y de una tía que, si tal cosa es posible, ahora cuenta sus chistes “pelados” en el Más Allá. Tal vez por eso me resisto a aceptar que contar chistes sea un arte y una tradición en peligro de extinción.

Y ustedes, ¿ya se saben el del árabe al que le llega un requerimiento del SAT?…

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