Eran alrededor de las dos de la tarde. Los vagones del metro de la Ciudad de México lucían distintos a su habitual aspecto de lata de sardinas recién abierta, al que ya me he acostumbrado. En lugar de los estudiantes con ojos chinguiñosos y cabellos mal peinados, las secretarias que arriesgan sus córneas cada vez que se delinean los ojos mientras el convoy frena y acelera, y los empleados con cara de sueño y de prisa, otros seres habitábamos el vagón. La mitad de la gente parecía estar en sus propios pensamientos, quizá recorriendo mentalmente el número de estaciones que faltaban para completar el recorrido; la otra mitad estaba inmersa en sus teléfonos: chateaban, recorrían con avidez sus muros de Facebook, reían con desgano o se distraían con un juego que les permitiera distanciarse de ese vagón donde no sucedía nada. Alguien de más allá contestó una llamada urgente a base de gritos y frases hechas.
De pronto, un rostro se distinguió de entre la masa gris y amorfa que formaban las caras de los pasajeros. Era un payaso callejero con una nariz de plástico rojiza y brillante, y un cuerpo rechoncho que no rebasaba el metro sesenta de estatura, que estaba felizmente desparramado en el piso sucio del vagón. Al hombre no parecía importarle: su brazo estaba apoyado en los gruesos muslos de su mujer, más alta y voluminosa que él, a la que hacía reír a base de tonterías. Al examinar a la pareja —un pésimo hábito, lo sé—, deduje que eran muy pobres: ambos llevaban playeras de algodón muy desgastadas, pants deportivos que habían visto mejores ayeres y tenis viejos y sucios. Pero lo que en verdad los distinguía del resto era el inusual semblante feliz que ofrecían a la vista de todos.
Abandoné mis trágicos pensamientos y me dispuse a mirarlos. Al tiempo noté que ésa era sólo una parte de la escena; distribuidos en distintos asientos, estaban también los cuatro hijos de la pareja: una adolescente de unos diecinueve años, un joven dos años más joven y una pareja, niño y niña, que andarían por los doce años. El padre, a cada tanto, se alejaba de su mujer por un momento e iba con sus hijos. Hablaba con cada uno de ellos mirándolos de frente y buscaba hacerlos reír diciéndoles algo; todos recibían frases de aliento que aligeraban sus pensamientos. Con los más pequeños era aún más efusivo: les hacía cosquillas, los abrazaba con sinceridad y fingía devorarlos mientras ellos reían a carcajadas, sin importarles que todo el vagón los mirara. Llegamos a la estación a la que me dirigía, descendí y la familia se quedó en el vagón. Les dediqué una última mirada mientras el tren se alejaba sin que ellos hubieran siquiera reparado en mí.
Llegué al café donde tenía una cita. Las demostraciones de afecto de un padre sumido en la pobreza, pero amoroso, contrastaban con la poca atención y los gestos secos de los padres estresados y consumistas que platicaban con mujeres teñidas de rubio cuyos semblantes de desdén y amargura en nada se parecían a las risas que había dejado atrás. El payaso había entendido algo que para muchos aún es asignatura pendiente: no le importaba que su ropa no fuera de marca y que su mujer no tuviera cinturita; no esperaba ese gran negocio o empleo, ni tampoco se sentía obligado a dar a sus hijos smartphones o tablets; mucho menos le interesaba la opinión que los demás pudiéramos tener de él y de su familia; lo que a él lo hacía feliz era simplemente sentir y dar felicidad a través de su atención, su amor, su ingenio, su sentido del humor, su sabiduría de la vida y de las caricias reales, sinceras y sentidas que prodigaba a sus hijos y esposa.
Sentado a la mesa de un café, esperando a un aspirante a cliente que jamás llegó a serlo, pensé: “Este payaso ha comprendido algo: siempre que tengas para comer, no importa cuánto dinero lleves en la bolsa, de qué marca sea tu ropa, si tu celular es de última o si mañana cobrarás ese proyecto que te permitirá irte de vacaciones de fin de año con tu familia; esas obligaciones te las impones tú mismo; independientemente del dinero que tengas, lo que importa es cómo te sientes contigo mismo en un día común de tu vida, qué sientes por tus seres más cercanos, cómo se los manifiestas y qué lección les dejas cada día“. Mientras pedía un exprés cortado, entendí que todo lo demás es tan accesorio y efímero como las hojas que el viento arrancaba a los árboles de la plaza, las cuales se desvanecían con dirección vaga mientras yo disimuladamente limpiaba una incipiente lágrima de mis ojos —el viento, seguro— y ponía mi mejor cara del hombre de negocios que no soy para el cliente que nunca llegó a ser…