Cada día hago lo mismo: sea lunes, jueves o domingo, todas las mañanas me levanto temprano, voy al baño, abro la puerta de mi estancia, contemplo el amanecer, me dirijo a la cocina y enciendo mi cafetera de expreso casera; en lo que el agua alcanza el punto de ebullición, mido con rigor el café molido, lo coloco en el filtro, lo compacto y —mientras reviso mentalmente los pendientes del día y armo un plan de acción— me preparo el primer café moka de la jornada: ese es mi ritual personal.
A menudo, uno piensa en los rituales como actos preestablecidos y con tintes religiosos, místicos, espirituales o hasta de magia negra. Pero no es estrictamente así: para la psicología, un ritual es simplemente “un acto específico o una serie de actos que se realizan de manera precisa y se repiten con frecuencia”, según precisa en un artículo para Psychology Today la doctora Caitlin O’Connell, autora del libro Wild Rituals: 10 Lessons Animals Can Teach Us About Connection, Community, and Ourselves —“Rituales salvajes: diez lecciones que pueden darnos los animales sobre conexión, comunidad y nosotros mismos”.
Y es que, como señala O’Connnell, realizar todos los pasos de un ritual, en una secuencia específica, a menudo requiere de una concentración completa. Cuando exageramos una conducta “normal” en una práctica ritual, alertamos a nuestra mente sobre un estímulo inusual que necesita de concentración para así activar áreas del cerebro como la amígdala, responsable de procesar nuestras emociones y respuestas, además de que repetir una secuencia de pasos ritualizados promueve el aprendizaje y la memoria a largo plazo.
Por otro lado, diversos experimentos han demostrado que tomar parte en rituales apacigua y mitiga temporalmente la ansiedad: el simple acto de marcar los límites de un campamento o trazar un círculo en la arena a nuestro alrededor resulta relajante, pues nos da la sensación de seguridad, de protección y de que las “cosas malas” no traspasarán ese cerco que les hemos puesto.
Un ejemplo personal: hace dos meses, la dolorosa muerte de la mascota de mi pareja me había tenido inquieto y desencajado, olvidaba cosas y durante semanas me costó trabajo concentrarme; una mañana, de forma por completo instintiva, tomé un incienso y, repitiendo en voz alta un mantra en sáncrito, tracé círculos con el humo mientras recorría todas las partes de mi casa, imaginando que “algo” se limpiaba o que “algo” se cerraba. Al terminar, sentí que por fin había vuelto en mí y que, de algún modo, había exorcizado a la muerte.
Erin Wildermuth ofrece una perspectiva distinta en su artículo “The Science of Rituals”, donde aborda el asunto desde la antropología y la neurociencia. De entrada, nos dice que los rituales ayudan a muchas personas a alcanzar su máximo rendimiento. Los deportistas constituyen un buen ejemplo: algunos son supersticiosos —Michael Jordan, por ejemplo, no salía a la cancha sin haberse puesto sus shorts universitarios— y otros adoptan rituales sutiles, notorios o hasta francamente ridículos, pero todos influyen positivamente en su desempeño.
Aunque quizá la óptica más interesante que aporta es la idea de un cerebro humano evolucionado para ayudarnos a sobrevivir en un mundo peligroso y lleno de incertidumbre, depredadores y tragedias naturales; la misión principal de este cerebro es avizorar el horizonte, identificar posibles amenazas y garantizar que estemos preparados para afrontar cualquiera de ellas: entre menos amenazas veamos, más seguro es el futuro y estaremos menos ansiosos. Y el ritual es una forma de indicarle al cerebro que todo es como debe ser, que todo ya se ha hecho antes y que todo saldrá bien.
A diferencia de los tiempos prehistóricos, cuando por simple supervivencia era necesario contar con un sistema nervioso y un cerebro siempre alertas y dispuestos a pelear o salir huyendo, la vida contemporánea en general es más sencilla y llevadera sin tanta ansiedad y sin tantas amenazas percibidas en un imaginario horizonte: ese es el poder de los rituales, desde los personales hasta los tribales, religiosos, deportivos o corporativos. Pero, ¿qué pasa en el interior del cerebro cuando llevamos a cabo uno de ellos?
Veamos: al estudiar electroencefalogramas (EEG) de sujetos sometidos a una pruebas de ensayo y error, en 1991 un grupo de científicos alemanes descubrió algo que llamaron ERN o error-related negativity, un efecto visible y negativo en la curva del EGG cuando el sujeto cometía un error, en comparación al que describía cuando éste acertaba —imagina a tu cerebro diciendo “D’oh!” como Homero Simpson—; lo sorprendente del asunto es que esa lectura sucedía incluso cuando el sujeto no estaba consciente de que se había equivocado, algo que otros científicos explican como una especie de “detección temprana de conflictos”.
Algoque puede contrarrestar esa desagradable sensación de “no sé por qué, pero creo que la regué”, son los rituales. Nick Hobson, psicólogo de la Universidad de Toronto, demostró en un estudio que los actos rituales repetitivos disminuyen notablemente la negatividad relacionada con el error o ERN. Para ello, dividió a un grupo de voluntarios en dos: a uno lo instruyó a realizar un ritual personal en casa antes de someterse a un test, y al otro simplemente lo sometió al test; al comparar las lecturas de los EEG, notó una reducción en la negatividad o ERN en quienes, por ejemplo, se habían persignado o habían realizado el “baile de la suerte” antes de la prueba, con lo cual concluyó que “el ritual amortigua la incertidumbre y la ansiedad […] y guía el desempeño dirigido a objetivos, al regular la respuesta del cerebro al fracaso personal”.
Los argumentos científicos apuntan en un sentido: el ritual impulsa nuestro desempeño, amortigua el impacto de los errores y fracasos, ayuda a aligerar la ansiedad y brinda una sensación de certeza. Desde esa óptica, cobran sentido las bendiciones y persignadas que nos prodigaba mi abuelo cada vez que salíamos de viaje: encomendarnos con una deidad superior en quien tenía depositada su fe, le daba la tranquilidad interna de que nada malo nos pasaría —y jamás tuvimos percance alguno, dicho sea de paso.
Esta idea tiene muchas aplicaciones prácticas: en el trabajo, un líder que busca incentivar el desempeño de sus subalternos puede recurrir a rituales laborales para fortalecer el sentido de cohesión de equipo y disminuir la ansiedad por el error; o, en la educación, un pequeño ritual podría auxiliar a los estudiantes que se preocupan en exceso por los exámenes; sólo hay que evitar que esta práctica derive en conductas obsesivo-compulsivas —en cuyo caso, es probable que exista por ahí un trastorno de ansiedad que se debe atender.
Y ahora, haré lo que siempre hago cuando, como hoy, termino un texto ya caída la noche: dejaré el documento abierto y lo revisaré “con los ojos limpios” mañana por la mañana, tras haber realizado el ritual completo del primer café moka del día, el cual terminaré de beber mientras veo cómo empieza a clarear y entiendo que ese acto repetitivo, cotidiano y placentero es la forma en que me convenzo de que hoy —¿o mañana?— será un buen día.