Tratándose de quien soy, y de esta columna que tengo a mi cargo, es fácil deducir que tengo una relación simbiótica con mi iTunes: a lo largo de los años y de las diversas fases de mi existencia, he construido cuidadosamente mis playlists, y a veces puedo jurar que la canalla —porque, por alguna razón, le he asignado el sexo femenino— lee mis pensamientos y manipula sus algoritmos aleatorios para arrojarme tracks que son justo lo que necesito para el mood del momento, o cuyas letras aluden al tema del que esté escribiendo.
Un día, revisando mi colección, di con un término, porn groove, que llamó tanto mi atención que pensé: algún día escribiré algo al respecto. Y ese día es hoy.
Como buen hombre de mi tiempo, mi educación sexual no inició con una plática paterna acerca de los hechos de la vida, ni entre las páginas de la Enciclopedia de la vida sexual de Argos Vergara que mi madre guardaba celosamente en su ropero —no fuera a ser que “sus angelitos” dieran con las fotografías de los órganos reproductivos, expuestos como si fueran reses abiertas en canal—, sino en las manoseadas páginas de las revistas pornográficas que pasaban de mano en mano entre mis compañeros de la secundaria y, desde luego, en las sesiones clandestinas donde nos reuníamos a ver Taboo, Playing with Fire y otros tantos clásicos del porno ochentero. Desde entonces llamaron mi atención la cadencia, los golpeteos y el tono sórdido y desenfadado de los tracks que acompañaban —y acompasaban— a las escenas, llamémosle, “de acción”. ¿Cómo fue que los pornógrafos —si es que existe el término— dieron con ellos?
Bueno, pues ese boom-chikka-wakka-chikka que inmediatamente remite a las escenas explícitas de la Edad de Oro del porno, se originó en los años sesenta, no como un género en sí mismo, sino como una mezcla del sucio y sexoso sonido del funk que James Brown recién había introducido, del soul, del smooth jazz y del rhythm ‘n’ blues, así como de la música disco, que se originó en los clubes gay de los barrios bajos de Detroit y de otras ciudades del norte de los Estados Unidos.
Pero la vuelta de tuerca al asunto del porn groove sucedió durante la filmación de Deep Throat —Garganta profunda—, una cinta emblemática dirigida en 1972 por Gerard Damiano, que se convirtió en una de las películas de bajo presupuesto más rentables de la historia del cine. Al respecto, el pornstar Ron Jeremy recuerda: “La música de Garganta profunda era burda y adorable. Las cintas porno siempre tuvieron esa musiquita boom-chicka-boom-chicka, pero a Gerard Damiano le gustaba ir directo al grano, así quería evitar la típica música y eligió unos tracks entre divertidos y bobos. Pero los productores tenían otras ideas y llamaron a músicos calificados —de los que quizá jamás sabremos sus nombres— para crear un soundtrack ‘de a deveras’. Y lo que es más: Damiano incluso editó el filme en función del sonido, para que la acción en la pantalla coincidiera con el ritmo de la música. Fue algo muy listo”.
Hasta cierto punto, y no sé si como consecuencia de esto o como causa, en el inconsciente colectivo de muchas generaciones de practicantes, ése es el sonido inconfundible de la actividad sexual: dada la popularidad de Deep Throat, durante los años setenta y parte de los ochenta, ese ritmo cadencioso que nos recuerda al tempo del apareamiento entre humanos se convirtió en un estándar en las producciones para adultos.
Con el tiempo, la tecnología musical confeccionó beat-boxes y sintetizadores que permitían crear acompañamientos musicales muy sencillos, eficaces y, sobre todo, baratos. La cadencia de las películas de adultos también cambió, de modo que esas producciones en las que desfilan cuerpos de gimnasio, tatuados hasta la saciedad y perfectamente depilados, se acompañan con loops decadentes e interminables que brotan de un ordenador portátil como el que uso para escribir estas líneas. Punto. Se acabó el arte al servicio de la calentura. Quizá por eso algunos músicos nostálgicos hayan acuñado el término porn groove para rendir homenaje a todos esos artistas anónimos que ofrendaron su arte al servicio del sexo en la pantalla. Bien por ellos.
Hasta el próximo Café sonoro…