El precio de la modernidad

El precio de la modernidad
Gabriela Barreto

Gabriela Barreto

Inspiración

Tratemos de imaginar un mundo distinto al que conocemos, cerremos los ojos a la realidad aparente e intentemos recrear lo siguiente en la imaginación: empecemos por borrar los ejes viales, los millones de autos, camiones, peseros, trolebuses, edificios enormes, anuncios espectaculares, paredes y bardas decoradas con pintura de aerosol, espacios retacados de basura, aire contaminado, cielo gris. ¿Qué quedaría al desaparecer todo lo anterior? La respuesta es sencilla: vida. Estamos tan habituados al mundo tal como lo conocemos —y es natural, nunca hemos conocido otro, que de inmediato justificamos la existencia, no necesaria, de diversas cosas bajo el imperativo de la modernidad, la innovación, la ciencia, la cultura y la tecnología. ¿Qué tan peleadas están la naturaleza y el avance tecnológico? Eso lo decidirá el lector. Veamos qué dicen los hechos, cómo se ha comportado el ser humano en su afán por vivir cómodo, por eliminar preocupaciones, por fabricar elementos tecnológicos que hagan la vida más sencilla.

El territorio conocido hoy como Estados Unidos de Norteamérica estaba habitado por diversas etnias, agrupadas arbitrariamente con el nombre de indios o pieles rojas; los nativos eran diferentes a los colonos ingleses, éstos de inmediato buscaron eliminarlos o al menos segregarlos para dominar sus territorios. Como sucede en el encuentro de cosmovisiones distintas, existieron choques e incomprensión con la forma de ser y de pensar de cada uno de los grupos. Cada sector está convencido de poseer la certeza y la verdad absoluta, por lo que el otro, el diferente, es el errado. Por lo general gana el grupo más poderoso e impone su verdad, religión, política y cultura.

En la cosmovisión occidental de los ingleses, ellos eran buenos y correctos. Por diversas situaciones necesitaban un lugar donde vivir —recordemos el exceso de población en Europa durante el siglo XVI—, encontraron el territorio americano y lo sintieron como suyo. El hecho de que estuviera ocupado pasó a segundo término; ellos —los ingleses— pertenecían a un sector diferente y, a sus ojos, más civilizado. Al correr de los años, los colonos sintieron un derecho de pertenencia y exclusividad sobre la tierra, así que decidieron eliminar el lazo de unión con Gran Bretaña y formaron una nación independiente en 1776. A partir de ese año, con la separación económica y política de Inglaterra, los colonos buscaron expandirse en un territorio que no era suyo. Argumentaron y crearon tratados para defenderse y defender el nuevo continente bajo el estatuto de protector de todos los pueblos americanos; de esta forma nació, en 1823, la Doctrina Monroe.

La joven nación comenzaba a ganar terreno frente a otros países y a frenar el avance de algunas naciones europeas que sentían cierta debilidad por los territorios americanos. En 1845, para consolidar la ideología estadounidense, el periodista John L. O´Sullivan —director de una revista en Nueva York— proclamó que “la realización de nuestro Destino Manifiesto consiste en extenderse por el continente asignado por la Providencia para el libre desarrollo de nuestros millones de habitantes, que se multiplican con los años”. Los sueños del Destino Manifiesto auguraban la extensión hemisférica en el futuro y estaban acompañados de la expansión hacia el oeste entre 1824 y 1848. La expansión tenía motivos materialistas, racistas e idealistas; cabe mencionar que muchos misioneros católicos y protestantes esperaban que hubiera un gran número de nativos convertidos.

En su afán por obtener más territorio, los colonos no pensaban ni veían más allá del mundo o de los ideales inculcados por años de tradición, ideales de modernidad, a toda costa. Bajo ese estatuto, traficaron con pieles de animales, maltrataron etnias y elaboraron historias macabras sobre los caminos de Oregón o Santa fe, donde los blancos eran los atacados ferozmente por los salvajes indios. Compraron o se apropiaron, de diversas maneras, de los territorios ocupados por los nativos. ¿Y las tribus?

En 1854, el presidente de los Estados Unidos Franklin Pierce ofreció comprarle al jefe Seattle, de la tribu Suwamish, los territorios del noroeste. Para cerrar el trato prometió, además de amistad, crear una reservación para el pueblo indígena. La respuesta del jefe Seattle no sólo es una de las declaraciones más bellas, profundas y proféticas sobre el medio ambiente; también relata la visión de superioridad que posee la clase o la raza que ostenta el poder, la pérdida de razón y el envilecimiento humano, aún a costa de la vida misma.

“Jefe de los caras pálidas:

¿Cómo se puede comprar el cielo o el calor de la tierra? Ésa es para nosotros una idea extravagante. Si nadie puede poseer la frescura del viento, ni el fulgor del agua, ¡cómo es posible que ustedes se propongan comprarlos? Mi pueblo considera que cada elemento de este territorio es sagrado. Cada pino brillante que está naciendo, cada grano de arena en las playas de los ríos, los arroyos, cada gota de rocío entre las sombras de los bosques, cada colina, y hasta el sonido de los insectos, son cosas sagradas para la mentalidad y las tradiciones de mi pueblo.

La savia circula por dentro de los árboles llevando consigo la memoria de los pieles rojas. Los caras pálidas olvidan su nación cuando mueren y emprenden el viaje a las estrellas. No sucede igual con nuestros muertos, nunca olvidan a nuestra madre tierra. Nosotros somos parte de la tierra, y la tierra es parte de nosotros. Las flores que aroman el aire son nuestras hermanas. El venado, el caballo y el águila también son nuestros hermanos. Los desfiladeros, los pastizales húmedos, el calor del cuerpo del caballo o del nuestro, forman un todo único.

Apache montando a caballo que abreva

Por lo antes dicho, creo que el jefe de los caras pálidas pide demasiado al querer comprarnos nuestras tierras. El jefe de los caras pálidas dice que al venderle nuestras tierras él nos reservaría un lugar donde podríamos vivir cómodamente, y que él se convertiría en nuestro padre. Pero no podemos aceptar su oferta, porque para nosotros esta tierra es sagrada. El agua que circula por los ríos y los arroyos de nuestro territorio no sólo es agua, es también la sangre de nuestros ancestros. Si les vendiéramos nuestra tierra tendrían que tratarla como sagrada, y esto mismo tendrían que enseñarle a sus hijos.

Cada cosa que se refleja en las aguas cristalinas de los lagos habla de los sucesos pasados de nuestro pueblo. La voz del padre de mi padre está en el murmullo de las aguas que corren. Estamos hermanados con los ríos que sacian nuestra sed. Los ríos conducen nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendiéramos nuestras tierras, tendrían que tratar a los ríos con dulzura de hermanos y enseñar esto a sus hijos.

Los caras pálidas no entienden nuestro modo de vida. Los caras pálidas no conocen la diferencia que hay entre dos terrones. Ustedes son extranjeros que llegan por la noche a usurpar de la tierra lo que necesitan. No tratan a la tierra como hermana, sino como enemiga. Ustedes conquistan territorios y luego los abandonan, dejando ahí sus muertos sin que les importe nada. La tierra secuestra a los hijos de los caras pálidas, a ella tampoco le importan ustedes.

Los caras pálidas tratan a la tierra y al cielo-padre como si fueran simples cosas que se compran, como si fueran cuentas de collares que intercambian por otros objetos. El apetito de los caras pálidas terminará devorando todo lo que hay en las tierras, hasta convertirlo en desiertos. Nuestro modo de vida es muy diferente al de ustedes. Los ojos de los pieles rojas se llenan de vergüenza cuando visitan las poblaciones de los caras pálidas. Tal vez esto se deba a que nosotros somos silvestres y no los entendemos a ustedes.

En las poblaciones de los caras pálidas no hay tranquilidad, ahí no puede oírse el abrir de las hojas primaverales ni el aleteo de los insectos, eso lo descubrimos porque somos silvestres. El ruido de sus poblaciones insulta a nuestros oídos. ¿Para qué le sirve la vida al ser humano si no puede escuchar el canto solitario del pájaro chotacabras?, ¿si no puede oír la algarabía nocturna de las ranas al borde de los estanques? Como piel roja no entiendo a los caras pálidas. Nosotros tenemos preferencia por los vientos suaves que susurran sobre los estanques, por los aromas de este límpido viento, por la llovizna del medio día o por el ambiente que los pinos aromatizan.

Para los pieles rojas el aire tiene un valor incalculable, ya que todos los seres compartimos el mismo aliento, todos: los árboles, los animales, los hombres. Los caras pálidas no tienen conciencia del aire que respiran, son moribundos insensibles a lo pestilente.

Si les vendiéramos nuestras tierras, deben saber que el aire tiene un inmenso valor, deben entender que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El primer soplo de vida que recibieron nuestros abuelos vino de ese aliento. Si les vendiéramos nuestras tierras tienen que tratarlas como sagradas. En estas tierras hasta los caras pálidas pueden disfrutar el viento que aroma las flores de las praderas.

Si les vendiéramos las tierras, ustedes deben tratar a los animales como hermanos. Yo he visto a miles de búfalos en descomposición en los campos. Los caras pálidas matan búfalos con sus trenes y ahí los dejan. No entiendo cómo los caras pálidas le conceden más valor a una máquina humeante que a un búfalo.

Si todos los animales fueran exterminados, el hombre también perecería entre una enorme soledad espiritual. El destino de los animales es el mismo que el de los hombres. Todo se armoniza. Ustedes tienen que enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan contiene cenizas de nuestros ancestros. Que la tierra se enriquece con las vidas de nuestros semejantes. La tierra debe ser respetada. Enseñen a sus hijos lo que los nuestros ya saben, que la tierra es nuestra madre. Lo que la tierra padezca será padecido por sus hijos. Cuando los hombres escupen al suelo se escupen ellos mismos. Nosotros estamos seguros de esto: la tierra no es del hombre, sino que el hombre es de la tierra. Nosotros lo sabemos, todo se armoniza, como la sangre que emparenta a los hombres. Todo se armoniza.

El hombre no teje el destino de la vida. El hombre es sólo una hebra de ese tejido. Lo que haga en el tejido se lo hace a sí mismo. El cara pálida no escapa de ese destino, aunque hable con su Dios como si fuera su amigo. A pesar de todo, tal vez los pieles rojas y los caras pálidas seamos hermanos. Pero eso ya se verá después.

Nosotros sabemos algo que los caras pálidas tal vez descubran algún día: ellos y nosotros veneramos al mismo Dios. Ustedes creen que su Dios les pertenece, del mismo modo que creen poseer sus tierras. Pero no es así. Dios es de todos los hombres y su compasión se extiende por igual entre pieles rojas y caras pálidas. Dios estima mucho esta tierra y quien la dañe provocará la furia del Creador.

Tal vez los caras pálidas se extingan antes que las otras tribus. Está bien, sigan infectando sus lechos y cualquier día despertarán ahogándose entre sus propios desperdicios. Ustedes avanzarán llenos de gloria hacia su propia destrucción, alentados por la fuerza del Dios que los trajo a estos lugares y que les ha dado cierta potestad, quién sabe por qué designio.

Para nosotros es un misterio que ustedes estén aquí, pues aún no entendemos por qué exterminan a los búfalos, ni por qué doman a los caballos, quienes por naturaleza son salvajes, ni por qué hieren los recónditos lugares de los bosques con sus alientos, ni por qué destruyen los paisajes con tantos cables parlantes. ¿Qué ha sucedido con las plantas? Están destruidas. ¿Qué ha sucedido con el águila? Ha desaparecido. De hoy en adelante la vida ha terminado, ahora empieza la sobrevivencia.”

La carta fue escrita en 1855, pero a más de un siglo de diferencia los seres humanos continuamos sin entender la naturaleza ni a otras formas de vida. No entendemos siquiera a los diferentes a nosotros. Nos seguimos creyendo poseedores de la verdad, de lo bueno y lo malo; aseveramos el triunfo de la verdad y la razón humana. Restamos importancia a la muerte lenta del planeta, continuamos y somos cómplices de los asesinatos a todas las formas de vida. No alcanzamos a comprender que nuestra verdad se fabricó de una mentira y que la razón humana se vende hoy día en tiendas de descuento…

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