Además de la música, una de las artes que más deleita el quisquilloso paladar sensorial de este humilde sombrerero es el cine. Y, rascando un poco en la biografía personal, es claro que dicha afición la heredé —ya por genética, ya por exposición— de mi madre, quien solía llevarme de la mano a las funciones de permanencia voluntaria con los clásicos de su época y, desde luego, con toda la pléyade de películas animadas de la casa fundada por Walt Disney.
Una de esas cintas fue la que más taladró en mis recuerdos: Fantasía (1940). Y sí, era muy fácil encandilarse con las haditas que, cándidamente desnudas —no sé cómo mi madre no puso objeciones a eso—, bailaban y flotaban al ritmo de Tchaikovsky, o con las simpáticas hipopótamas que emulaban pasos de ballet al ritmo de La danza de las horas, de Amilcare Ponchielli. Pero la figura que más respeto me imponía desde entonces —más que el Diablo monumental que cerraba la función en la cima de la árida montaña— era la de Leopold Stokowski, quien como un Júpiter tronante, con ademanes firmes y a la vez refinados, la expresión adusta y un tempo estricto, dirigía con precisión y arte a la Orquesta Sinfónica de Filadelfia, y nos llevaba a los espectadores a mundos no conocidos.
Desde esa edad, este humilde sombrerero aprovechaba cuando el abuelo dejaba vacante la radio de la sala para salir a caminar, y sintonizaba las estaciones en las que trasmitían música clásica. Y ahí nomás, parado sobre una silla y con un lápiz Mirado en la mano, dirigía una orquesta imaginaria cuyos músicos obedecían mis gestos y mis órdenes, llevando la música por parajes agrestes y por otros más suaves, hasta finalizar en un clímax que a menudo era truncado abruptamente por las risas de mi abuelo. Ya un poco más grande, aunque la imaginación ya no me daba para dirigir orquesta alguna, en esas mismas estaciones supe de la existencia de señores tan imponentes como el maestro Stokowski: Karl Böhm, Pierre Boulez, Neville Mariner, Georg Solti, Lorin Maazel, André Previn, Colin Davis y, unos años después, Zubin Mehta, James Levine, Daniel Barenboim, Simon Rattle, Valery Gergiev o el venezolano Gustavo Dudamel.
Rascando aún más en el pasado, supe que la figura de director de orquesta surgió en el siglo XIX, y que muchos de los compositores que conocemos —como Hector Berlioz, Franz Liszt, Richard Wagner y Gustav Mahler— habían sido, también, directores. A uno de ellos, Felix Mendelssohn, se le atribuye haber sido el primero en usar una batuta. Antes de ello, los conductores utilizaban distintos artilugios para unificar y sincronizar las acciones de los músicos, como el bastón de mando que usó Jean-Baptiste Lully hasta que lo clavó por accidente en su pie y se causó una gangrena que lo condujo a la muerte. También aparece por ahí el italiano Arturo Toscanini, que ganó su fama conduciendo óperas, o mis dos favoritos, Leonard Bernstein y Herbert von Karajan. El primero por su estilo dinámico, expresivo y vigoroso que lo elevó a un estatus de rockstar de la música orquestal, y el segundo por su personalidad profunda, inteligente, mesurada, estricta, además de que fue uno de los primeros en explotar al máximo las técnicas de grabación de su tiempo —estuvo involucrado en la creación del compact disc— e, incluso, se ofreció voluntariamente a un experimento científico para medir los efectos de los psicotrópicos en la apreciación y la dirección de la música. Además, nadie ha hecho más que ellos dos para llevar la “aburrida y difícil” música clásica al gusto de las grandes masas.
Pero, ¿qué es exactamente lo que nos cautiva de un director de orquesta? Como al ratón Mickey en Fantasía, nos puede resultar seductor controlar a voluntad y con simples gestos de nuestras manos aquello tan grandioso como la música —además de que, ¿a quién no le gusta dar órdenes y ser obedecido? Pero creo que todo el asunto se resume en la belleza: con sus movimientos y su técnica, un director como Karajan o Gergiev esculpen algo intangible e incorpóreo y le dan la forma de una de las expresiones artísticas más sublimes y complejas que haya creado la humanidad. Y eso no es poca cosa.
Hasta el próximo Café sonoro…