Un mañana en que disfrutaba del sol morelense, mientras colgaba en la hamaca de la casa de un amigo, decidí que quería dejar la Ciudad de México y, como ciertas aves y ciertas gentes de mi edad, migrar hacia el sur, al estado de Morelos. A Tepoztlán o a Amatlán de Quetzalcóatl, quizás, o primero a Cuernavaca, para que el cambio no me resultara tan drástico. Pocos meses después, me reencontré con mi pareja y, una tarde de viernes en que el caos citadino colmó nuestras paciencias, decidimos emigrar juntos.
Hay gente que se propone algo y no pasa de la buena intención o de unos cuantos anuncios subrayados con plumón fosforescente en un periódico; yo no soy así, de modo que me concentré en la búsqueda inmobiliaria. Me sorprendió el hecho de que, con lo que yo pagaba de renta por un departamento en la CDMX, en la ciudad de la eterna primavera podía habitar una pequeña casa con alberca, dentro de un fraccionamiento con abundante vegetación: mi sueño hecho realidad. Ya me veía haciendo home office en shorts y al rayo del sol, o en un coqueto café cuernavaquense, y disfrutando de cada tarde como si fueran vacaciones.
Estábamos tan convencidos de la inminente mudanza que incluso se las anuncié a mis hijas y a mis amigos. Pero como para juzgar una propiedad donde pasarás casi todas las horas de tu vida no basta con un anuncio en internet, agendamos citas en varias casas que estaban en renta y que podíamos visitar en un solo día, en un viaje de ida y vuelta. No hubo percances graves que lamentar, pero ese traslado resultó tan accidentado que lo sentí como un primer aviso, como un “¿en serio estás dispuesto a hacer esto cada fin de semana?”
Hay algo a lo que yo llamo “el Jenga de la vida”: el fenómeno por el cual, cuando mueves una pieza, necesariamente se mueven otras que hubieras preferido que se quedaran como estaban. Así, empezaron a suscitarse problemas de salud, familiares, financieros y laborales —amén de la repentina muerte de mi mascota— que, aunados a la mala sensación con que volvimos del viaje, percibimos como si ese infinito orden de las causas y los azares que la gente llama Universo estuviera diciéndonos “No”.
En vista de lo sucedido, desechamos la idea y nos enfocamos cada uno en nuestros proyectos. Yo “me hice chiquito” y —como mi hija mayor, que vivía conmigo, se independizó— renté un reducido estudio de treinta metros cuadrados, a un precio relativamente barato en el sur de la ciudad. A la distancia, “mi cueva” era como vivir en una casa rodante del tamaño de la caja de un tráiler, decorada con estilo mexicano, con vista a la cúpula de la iglesia y al hermoso jardín de mi casero, y con una ventana por donde entraban todos los ruidos del barrio.
La pasé muy bien ahí y retomé ciertas disciplinas benéficas, pero me sentía enjaulado. Sorteados los problemas y cumplido el año forzoso del contrato inmobiliario, me decidí a buscar algo más grande. Y ahí estaba, a medio kilómetro de distancia, como esperándome: una casita de madera rodeada de vegetación dentro de una discreta propiedad, quizá no con alberca pero sí con un pequeño y exuberante jardín propio. Ha sido un esfuerzo económico importante, pero en efecto hago home office en shorts al rayo del sol —o, también, en un coqueto café al que llego a pie— y disfruto de cada tarde como si fueran vacaciones.
En retrospectiva, cuando me da por interpretar ciertas series de hechos que me suceden, me viene la idea de que el “No” que esa supuesta y omnipresente entidad a cada tanto nos espeta, frecuentemente viene matizado: a veces es “Ahora no”, pues es justo admitir que a veces uno desea forzar las circunstancias; y otras veces es “Así no”, queriendo decir que en ocasiones creemos que debemos emprender largos viajes para hallar lo que buscamos, sin saber que lo tenemos a la vuelta de la esquina y que aún no es momento de hallarlo.
Y no: no hablo del destino, del determinismo, de aconteceres escritos de antemano o de fuerzas externas que jalan hilos invisibles a favor o en contra de nuestros deseos e intenciones, llevándonos “a dónde teníamos que llegar”; esa idea es muy hermosa, pero no creo que suceda así. Me refiero a dos realidades: una, que rara vez las cosas salen exactamente como uno las planea; y dos, que hay momentos con circunstancias propicias para ciertas empresas, otros en los que hay que tener paciencia, y unos más en los que impera el azar: esos dados con los que, decía Einstein, Dios no acostumbra jugar.
“El maiz crece cuando crece”, me contaba un amigo que le decía su padre; así, sin acento. Un dicho de campo que sintetiza el hecho irreversible de que cada proceso lleva un tiempo que es imposible acelerar, sin importar cuánto lo intentemos, y de que a pesar de las mejores intenciones y de todos nuestros esfuerzos, las cosechas siempre son inciertas. Entonces, hay que equilibrar nuestro deseo de inmediatez y nuestra persistencia, para así leer cuando ese aparente “No” de la realidad esconde tras de sí un “Ahora no” o un “Así no”.